Esta entrada tiene un gran valor. No técnica o literariamente, porque uno llega hasta donde llega, pero sí por otras razones.
En primer lugar por las dificultades con las que me estoy encontrando para acometerla desde Lisboa, donde el trabajo me ha exiliado durante una semana y ni la conexión a internet, la aplicación de Blogger y mi mini-portátil están ayudando demasiado.
Y en segundo lugar porque lo que intento compartir atañe más a lo subjetivo que a lo objetivamente descriptible. Aunque se trate a simple vista de una visita más a una bodega.
Dicho esto, cada vez me gusta más el otoño. No sé si serán las hojas secas, el arco iris sepia en el que se convierte el monte, o ese aire melancólico y algo bobalicón que me van poniendo los años encima.
A pesar de todo esto nunca pensé que visitar un viñedo en esta época en la que la vid se va quedando desnuda y sin razón de ser- al menos temporalmente- pudiera tener tanta magia.
Nos ubicamos. Rioja Alta. Una finca histórica que perteneció a Eugenia de Montijo, esposa de Napoleón III, emperatriz de Francia en 1878 y portadora de cómo allí se sembraba y se cultivaba.
El testimonio de antiguas crecidas, en forma de grandes cantos rodados que hacen de alfombra de la finca entre hierba y viña, nos hablan de la dureza del terreno, a casi seiscientos metros de altitud y, en un día negro y lluvioso, el horizonte de la Sierra de Cantabria nos encoge el corazón, al más puro estilo Mordor.
Como en la obra de Tolkien, el Pelennor es largo e inquietante. Aquí la viña alcanza las ciento una hectáreas. Pasó la filoxera, la Emperatriz, y después de la Casa de Alba y las viñas que jamás debieron ser olvidadas, se perdieron en el tiempo, hasta que hace pocos años los Hernáiz dieron con ellas e iniciaron un proyecto emocionante basado en el terruño y la expresión de lo que cada parcela es capaz de transmitir.
Sigan con Minas Tirith en la mente, e imaginen un auténtico Chateaux, de los de verdad, no de esos para exponer a los turistas. Afirma Eduardo, desde la humildad que caracteriza al proyecto, que no hacen visitas, que se lo plantearán cuando sus vinos sean grandes y tengan un sitio en lo que Rioja representa.
Por ahora, la edad de las cepas, la orientación, la conducción, las variedades o el cariño de sus propietarios, han ido definiendo cada una de las parcelas, si bien algunas de ellas darán su botella, y otras entrarán a conformar alguno de los “villages” que encontramos entre sus vinos.
Dicen algunos en Borgoña que a los buenos se les conoce por sus básicos, y la viura joven (2011) viene a confirmarlo. Un blanco alejado de la complejidad años vista de los típicos en la zona, y que nos ofrece, limpieza, floralidad alegre, untuosidad y ganas de seguir bebiendo.
Al blanco con barrica quizás le falten algunos años para dar lo mejor de sí, aunque sin duda le vendrá bien que añadas posteriores se quiten algo de madera de encima. Hay fuste y chicha para que sus blancos de guarda puedan dar que hablar en unos años.
Si nos vamos al otro extremo, la Parcela Número Uno 2009 nos ofrece una de las máximas expresiones (y no se me entienda alta expresión) de la tempranillo elegante y sinuosa, de medio cuerpo, seca y con taninos sabrosos, cuadrados. Nervio, intensidad, persistencia y mineralidad creciente. Para olvidarse de ella unos años...
Menos complejidad quizás, pero más precisión de fruta fresca , mineral y vibrante encontramos en su Terruño 2008, aunque si en alguna parte se refleja con más claridad el carácter de cada añada es, sin lugar a dudas, en sus garnachas. Garnachas riojanas, finas, frescas y delicadas, con maduraciones “al dente”, sin la bravura y la opulencia de otras zonas, pero también sin sus lastres. Garnachas de sed, y especialmente finas y deliciosas las de la añada 2007.
Y pasando de largo por la emocionante maturana tinta en la que el secreto profesional no me permite abundar, y uno de los crianzas más serios y honestos con los que he topado ultimamente (con permiso de Muga, claro), me voy a la sensación de la jornada, los Reservas.
Una categoría ésta que a priori no me interesa, pero que esta ocasión me sedujo sobremanera, dejándome descolocado. Vinos que intentan y consiguen ofrecer una síntesis de lo que esta finca puede dar de sí, en la línea de los clásicos vinos finos de Rioja. Tempranillo, Graciano, Garnacha y Viura. En este orden.
Probamos las añadas 2001, 2004 y 2007. Bien diferenciadas entre sí, pero con el elemento común del clasicismo, la elegancia y la finura. Hay madera, de acuerdo, pero no es la protagonista porque aquí el todo es el conjunto y todos aportan. 2007 está algo salvaje todavía, tarda en abrirse, pero la fruta se impone y la frescura se hace notar. A 2004 le cuesta aun más expresarse en nariz, pero su boca resulta suntuosa, delicada y elegante, con cierto nervio y persistencia pinotera.
Finalmente 2001 gana la carrera de fondo. Su apertura resulta tan pausada como las sensaciones que evoca, y alguna corteza al inicio va dejando paso a las hojas secas, el trigo, el té negro y el popurri de frutas secas. Sobre ambos el tiempo se ha detenido inmortalizándolos y dejando un testimonio de lo que antes fueron plantas y ahora son otra cosa.
Redondo y pulido, pero pleno de leves matices que solo el sorbo amable y pausado, algo melancólico quizás, permite percibir, sin otra vianda que la buena compañía y, si hay suerte como yo la tuve, una chimenea chispeante en una tarde lluviosa.
Esas que el otoño nos brinda mejor que nadie. Pero se acerca el invierno y harán falta botellas...