lunes, 3 de abril de 2017

Las Moradas. Albillo real bajo velo.

Creo, cada día con más firmeza, que la fortuna de una persona la compone su patrimonio inmaterial. Los amigos son parte de éste, y por eso me considero un tipo afortunado.

Amigos que además de otras muchas cosas más importantes, te abren las puertas a instantes de felicidad. El que hoy nos ocupa se lo debo a dos amigos.

El primero es Vicente Vida, quien antes de espíritu inquieto y gran redactor, es sobre todo buena persona. Cuando todo es relativo, no es fácil encontrar buenas personas. Por fortuna para todos los que no somos tan regulares publicando, ha retomado con energía su blog Vinos para compartir

Me comentaba en un encuentro sus andanzas por una bodega madrileña llamada Las Moradas de San Martín. Me hablaba con entusiasmo sobre el terreno virgen, de jaras y pinos, sobre el que crecían viejas cepas de garnacha y albillo en San Martín de Valdeiglesias, y cómo Isabel Galindo y Luis Oliván las cuidaban con mimo, sabedores de que su fruto se encuentra en un entorno que es pulmón de la decadente urbe, y que por eso utilizan productos naturales en un cultivo orgánico y biodinámico.

Me habló de sus deliciosas y salvajes garnachas y sobre todo, de un singular y escaso vino blanco de albillo real.

Semanas después me dirigía a la taberna de otro amigo que me hace afortunado, Carlos Campillo (le recordarán de cuando hablábamos de Solo de Uva), a recoger una de sus deliciosas terrinas. Le pedí un vino ad hoc. Pero la terrina voló entre cuñados y el vino, temeroso, se fue al fondo de la bodega. Hasta ayer.



El vino en cuestión era la rara avis de la rara avis. Procedía del particular rescate un puñado de botellas experimentales del Albillo Real de Las Moradas, con la singularidad de haber sido criado seis meses en barrica, bajo velo de flor -sí, como las manzanillas de Jerez-, y sin sulfitos. De la cosecha 2015.

Y sé que es injusto hablar sobre vinos que escasean, pero más injusto es dejar que los tesoros se pierdan en el olvido.



Por eso mi testimonio de un vino deliciosamente emocionante, de tímidos reflejos dorados. que olía a la piel de la almendra cruda, al azahar en el naranjal, y al pinar en verano, el mar susurra a lo lejos. En boca es complejidad, frescura contenida, la sal y las chispas de la juventud, atemperadas por la autoridad intemporal de la flor. Finura y descaro cuando, al final, vuelve la piel de la almendra, ahora tostada, intensa, larga.

Una delicia de vino con el único pero de no haber tenido arrobas para compartirlas con buenos amigos. Y más terrina de Carlos.


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