No conozco a Telmo Rodríguez, más allá de haber coincidido en un par de ferias, sin embargo siempre le he tenido un gran respeto como el buen elaborador de vino que es.
En los tiempos que corren de exaltación del terroir y del microelaborador, de la que uno mismo es partícipe, la figura del "enólogo volante", -flying winemaker, si quieren- se ha visto quizás algo denostada, y no creo que eso sea necesariamente justo.
Sin perjuicio de que la pureza y la autenticidad esté más cerca de las cepas y las uvas autóctonas, de las elaboraciones más arraigadas y de quienes han crecido en torno a ellas, las cuidan y extraen de ellas los vinos, hay lugares que deben mucho a estos personajes sin tanto arraigo.
También he de decir que algunos de los vinos de la Compañía de Telmo estuvieron entre los que un buen día, tiempo ha, me hicieron poner un ojo en este fantástico mundo, y me cambiaron la vida. Vinos asequibles, producciones moderadas, pero con suficiente entidad, identidad y tipicidad como para recolocar en el mapa zonas olvidadas. Rioja y Ribera del Duero, sí, pero también Cigales, Alicante, Cebreros, Málaga... y Valdeorras.
Por eso pienso que hay también un gran mérito en apostar por zonas y viticultores para elaborar una marca con la que mostrar al mundo el potencial del paisaje, a través de sus vinos. Aunque sea en detrimento de romper el círculo ideal del vignerón-elaborador.
Esto viene a cuento porque curioseando en botellero, me encontré con un ejemplar de Gaba do Xil 2008, con nada menos que nueve años a sus espaldas.
Al hecho natural de mi curiosidad por la longevidad del godello, que considero potencialmente elevada, se unió recordar 2008 como una cosecha favorable en la zona, especialmente para variedades que, como ésta, tienden hacia la madurez más que a la frescura.
Experimentos previos me habían suscitado dudas, y siempre con gamas altas, concebidos a priori como vinos de guarda. Unas muy gratas como la del Godello Barrica 2003 de Algueira, otras no siempre perfectas, como As Sortes o Pezas da Portela en diversas añadas (otras sí). Curiosamente, visitando precísamente a Rafa Palacios, con ocasión de la preparación de Galicia entre copas, mi más grata sorpresa fue la añada más antigua de su vino humilde, Louro do Bolo, que no sólo mostraba un estado de forma excepcional, sino una complejidad muy superior a la de sus primeros meses en el mercado.
En esta línea, me quedaba la curiosidad de ver la evolución de un godello de elaboración convencional, sin madera, y pensado para su consumo más inmediato, ya que como ocurre con el albariño (mejor siempre a partir de su segundo año), esta es la prueba de fuego.
La sorpresa fue francamente grata.
Piruetas en la copa, de un tímido dorado, sus aromas eran complejos, pero tremendamente limpios. Cantalupo, calabaza madura, melisa, la miel que se disuelve en el agua templada con limón. Golosamente seco, la voluptuosidad del tofe, la acidez del caramelo de limón,y, al final, el fino amargor del pomelo rosa. Sabroso, untuoso y largo. Sin ser un vino fresco, viste un umami que lo hace francamente facil de beber.
Mientras lo acompaño de un triste filete de pollo a la plancha, pienso en una versatilidad interminable. La delicia de cualquier sumiller para divertirse con armonías de mar y montaña, foie y encurtidos, pajaritos, garbanzos con bacalao o incluso algún postre.
Si se dejan una botella olvidada en algún rincón y la rescatan años después, me cuentan,... o mejor, me la mandan y les devuelvo una (o incluso dos) del año corriente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario