Este viernes es mi cumple. 37 tacos, sí, y puedo afirmar que si alguna experiencia hace ver el paso de los años, esa es la de beber el vino de un viñedo que has visto nacer. Así mola envejecer.
Hace casi una década, acompañaba a Rodrigo Méndez, hoy gran amigo, a inspeccionar un pequeño terreno cerca de Meaño, en lo más alto de los viejos montes del Salnés. Se trataba de un puñado de tierra pobre arrancada a los eucaliptos, alejada de la sombra y la bruma, y en la que casi no se escondía el sol hasta el ocaso. Buen y prolongado calor de verano para lo que allí quería plantar. Los árboles ya no estaban y en su lugar se asomaban enormes pedruscos de puro cuarzo.
Todo el trabajo estaba por hacer, y la ilusión de Rodri residía en remar contra corriente, recuperando variedades olvidadas, de largo ciclo madurativo, blancas y tintas, en un entorno prácticamente virgen, y plantándolas en espaldera, en lugar del autóctono emparrado.
No fue fácil. Pese a cercar la finca con robustos tablones, que en su día fueron bateas, las alimañas pasaron, camparon a placer, robaron cepas, destruyeron. Las plantas pugnaban por sobrevivir en terreno hostil, tardaron en brotar y no fue hasta los cinco años en que comenzaron a nacer unas cuantas uvas.
Aunque no había vino, nos gustaba subir allí año tras año y soñar con las botellas que beberían nuestros hijos.
Pero el tiempo pasa, y el primer blanco de aquel viñedo ve la luz. En cuanto supe que el carril de caiño blanco ya estaba embotellado y en el mercado, corrí a La Tintorería, donde los vinos de Rodri tienen su propio rincón, y me hice con un ejemplar.
Tras da Canda 2015 es un 100% caiño blanco al que, en su largo ciclo, le costó sobrevivir y madurar. Nada que merezca la pena se obtiene sin esfuerzo. Uvas despalilladas y pisadas que fermentan naturalmente y se crían durante un año en barrica de roble.
Apenas un puñado de botellas de vino claro y brillante. Austeridad que trae pomelo rosa, el mar en calma, las rocas, talco y pedernal. También pimienta blanca. La lluvia fría de enero sobre el eucalipto. En boca es el agua salada del arroyo que llega al mar, tensión, acidez sápida y cortante, no apta para advenedizos. Taninos pequeños, secantes en un trago sabroso, largo e intenso.
El latigazo aun descontrolado de un vino grande, poderoso, con gran identidad y terruño que hará suyo cada día que pase, y que regalará algo mágico a quien sepa y pueda esperar.
El vino con el que muchos soñamos.
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