Las elecciones suelen sacar al dominguero que hay en mí. Voto desde que cumplí los 18, como obligación ciudadana y, últimamente, también como entretenimiento.
Me gusta el ambiente que se vive en los colegios. Gente de diferentes signos y carnets demostrando que es posible trabajar juntos. Es una pena que de camino al Congreso todo se vaya diluyendo... aunque visto el resultado, esta vez no va a quedar más remedio que entenderse.
La cuestión es que procuro ir temprano, con tiempo de que caiga un aperitivo antes del almuerzo y afortunadamente, fruto de la moda del vermouth (en adelante vermú), es posible encontrar propuestas más allá del aburrido Martini, algo que además suple a la generalmente deficiente oferta de vinos por copa de este nuestro país. Aprovecho para decir que si en próximos comicios algún partido lleva en su programa un mínimo de calidad para los vinos de los bares, posiblemente cuente con mi voto.
Aunque - como decíamos- está a la última, el vermú al parecer lo inventó Hipócrates (sí, el del "juramento hipocrático) en el año 460 a.C., macerando vino (posiblemente encabezado) con ajenjo y otras flores. Desde entonces, y tras mi apreciado Yzaguirre, las recetas no han evolucionado mucho. Pero el destino quiso que un día la dichosa moda llegara a Galicia.
Gente con buen ojo decidió que los aromas del albariño, unidos a otros muchos autóctonos, como la hierba luisa, el laurel, el limón del país o la melisa, podían dar lugar a un vermú interesante. Y lo hicieron bien, tras un proceso de vinificación, maceración y ensamblaje, dando lugar a una bebida muy rica llamada St. Petroni, en la que al dulce-amargo característico del vermú, se une una acidez chispeante y un carácter salino y atlántico que lo hacen especialmente adictivo. Además muestra unos aromas muy sugerentes de naranja escarchada, hierba luisa y canela, con la manzana del albariño al fondo.
Y, ¿saben cual es la verdadera utilidad (para un servidor) del vermú?, lograr maridar con una delicia que se lleva a tortas con el 99% de los vinos: la gilda.
Sí, lo sé. Parece una tontería. Un pincho con un par de aceitunas, sendas guindillas y una anchoa no pueden ser para tanto. Pero cuando son buenos, les aseguro que el espectáculo es cósmico.
Desgraciadamente, en la mayor parte de los casos, nos encontramos con un engendro salado y avinagrado sin enjundia, pero en mi mente siempre han estado aquellas gildas míticas de Bodegas La Ardosa, un clásico del tapeo canalla en el madrileño barrio de Chamberí (si tienen mucho tiempo, no se pierdan este tratado tabernero).
En una línea más moderna, dentro de la megalópolis del tapeo que es Platea Madrid (donde en general el vino y el servicio son un despropósito), y si nos olvidamos de la espectacular empanada de Pepe Solla, lo que realmente vale la pena es la barra de vermú y encurtidos. Los precios son elevados, pero podremos degustar una gilda espectacular con un buen vermú. Tienen unos cuantos, de grifo y de botella, y entre ellos St. Petroni.
Como pude hacerme no hace mucho con una botella del vermú gallego en cuestión, me devané los sesos y los talones buscando la gilda perfecta; entre diferentes tiendas de encurtidos y bacalao, pasando por mercados, tiendas gourmet e incluso llegando a montármelo por mi cuenta, juntando piparra, aceituna y anchoa, pero ni con esas.
Hasta que, sin buscarlo, la casualidad me llevó a un puesto de encurtidos en el Corte Inglés de Pozuelo. El brillo fulgurante y vivaz que demostraban la mayoría de los variantes susurraba que tal vez había encontrado lo que buscaba.
Y así fue. Se advertía mimo y artesanía en el ensamblaje, así como una buena conservación en aceite. Los sabores y texturas de cada componente tenían entidad propia, pero lo mejor era el conjunto, donde la aceituna aportaba el amargo, la anchoa (muy buena) el sazón y la piparra, posiblemente el ingrediente fundamental, ácido y picante mientras crujía. Sin duda las mejores que he encontrado lejos de una barra, aunque no las regalan, precisamente.
Como los bares que rodeaban el colegio electoral estaban hasta la bandera, nos refugiamos en casa. Una vez allí, gildas a temperatura ambiente y vermú en copa de tinto con un par de hielos (único vino que los admite). Con tantos aromas, los añadidos de naranja, limón o aceitunas, me sobran, pues con la gracia de la gilda es más que suficiente.
En fin, pequeños placeres.
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