miércoles, 28 de mayo de 2014

Bocados indecentes

No hay mucha gente que no conozca a Hannibal Lecter, posiblemente uno de los villanos más inquietantes que ha dado la ficción.


La interpretación que de él hizo Sir Anthony Hopkins es sin duda memorable, aunque quizás más por el terror que conseguía inspirar con una simple mirada. Algo que formaba parte del personaje de Thomas Harris, cierto, pero que se quedaba algo corto y no iba mucho más allá.

Como lector de las cuatro novelas, celebro enormemente la adaptación que ha realizado la NBC, no sólo por haberlo hecho desde el respeto y el criterio artístico, sino sobre todo por haber sabido mostrar todas las caras del villano, incluida la más humana. Ello pese a situarse en un hipotético momento anterior a su descubrimiento y captura, no reflejada más que a base de flashback, en ninguno de los libros.

Y es que precisamente aquí reside lo más interesante, aunque el espectador es el único que conoce las atrocidades de las que es capaz el personaje, que se presenta como un prestigioso e inofensivo psiquatra, consigue de alguna forma acercarnos a él e incluso encontrar cierta empatía. Además el actor, Mads Mikkelsen, lo borda.

Creo tener argumentos para afirmar que a Thomas Harris le caía bien Hannibal Lecter. Eso explica que la gran mayoría de sus víctimas (exceptuando a aquellos que tuviera que liquidar para que no le pillaran) fueran seres mezquinos, de controvertida moral, y con un reproche común que Hannibal detesta -y yo también- que es el origen, aunque no lo crean, de gran parte de los problemas de la sociedad, la mala educación.

Otro aspecto en el que coincido (y ya no hay más, no se asusten) es, obviando su conocida desviación, el buen gusto que muestra por el vino y la gastronomía, que justifica que en este momento estemos hablando de la serie en cuestión. En el capítulo de vinos, puede disfrutarse si se presta atención, dado que raro es el capítulo en el que no se descorche una botella. A título de ejemplo, aunque esto es del libro, les diré que una de las pocas veces que se pone a tiro del FBI es el momento en el que realiza un pedido, cuyo precio pueden imaginar, de varias añadas de Chateau D'Yquem, así como las correspondientes copas de Riedel para disfrutarlo.

El excepcional aspecto culinario y fotográfico de la serie demuestra un amplio conocimiento de la gastronomía (en mayor medida francesa y japonesa), y es que la asesoría culinaria procede ni más ni menos que del chef español José Andrés, que lo hace muy bien. A él le debemos, supongo, la aparición de una paella en la presentación más inverosímil que he visto nunca y, como no, un flamante jamón ibérico. En todo caso, el capítulo gastronómico está muy currado, sólo hace falta comprobar el trabajo en el blog de la artista gráfica de la serie que hace visibles las ideas de José Andrés.

Su obsesión por la presentación me ha animado a preparar con cariño un sencillo bocado que me ha permitido alguna licencia estética, dentro de mi reducidas posibilidades. Para no dejar lugar a dudas -algo que también maneja muy bien la serie- ni a variaciones perversas, nos vamos a un producto de mar.

Sólo hay que hacerse con unas cucharas de degustación, abrir una buena lata de caviar de oricios y escurrir el jugo en un bol, con media tarrina de yogur griego. A esto le incorporaremos unas gotas de limón, una pizca de pimienta recién molida y lo mezclaremos bien.

Serviremos en la cucharita la mezcla de yogur, sobre ella una porción de oricio, un toque de sal, si procede, y el remate refrescante de unas briznas de hinojo. Una mezcla ácido-salino-yodo que funciona de cine. Pruébenlo, pero con un vino muy sutil que no nos camufle el festín.





La mayoría de los blancos aromáticos quedan descartados, así que propongo un rosado fino y delicado como el que elabora Juvé & Camps bajo el nombre de Aurora 2013 con un coupage de pinot noir, xarel.lo y algo de syrah. Sugerente, de aspecto pálido, piel de cebolla, con aromas florales y térreos muy intensos. Azahar, zanahoria recién cortada, grosellas. Pomelo al fondo.



En boca resulta sutil, pero sabroso, muy equilibrado. Con buena acidez, golosidad contenida y cremosidad nada empalagosas. El vino camina con notas más tensas y un final amargo, que unido a sus 12,5 graditos, lo hacen un vino peligrosamente fácil de beber, perfecto para dar a un bocado como el oricio el protagonismo que se merece, sin por ello volverse anodino, y maridando especialmente bien con el toque ácido del yogur y el cítrico.

Les dejo con una pincelada de Hannibal. Absténganse aprensivos, impresionables o aquellos no dispuestos a entrar al juego de la ambiguedad gastronómica, muy presente en la serie.

Bon apetit!

martes, 20 de mayo de 2014

Un día cualquiera

El lunes no fue un buen día. Más bien todo lo contrario, pese al triunfo del Aleti, y por cuestiones que no vienen al caso.

Termino además una jornada nefasta, sabiendo que un amigo lo está pasando mal.

Poniendo la cuestión en relación con nuestro tema, ya que esto no es (al menos no totalmente) una página de auto-ayuda, siempre he pensado que en situaciones adversas es poco recomendable abrir un buen vino.

Consideraba que, siendo uno mismo parte de las sensaciones del vino que saborea, poco bueno puede aportar a los matices de una gran botella una mente contrariada, llegando a restar incluso, hasta el punto de decidir inconscientemente no disfrutar de ella por la razón sensorial negativa que más destaque.

Esta concepción conduce irremediablemente a dejar el vino (o cuando menos el mejor vino) para las buenas ocasiones. Algo muy limitante, visto desde fuera.

El caso es que ayer, una sucesión de circunstancias me llevó al pensamiento inverso, romper con la fatalidad, de alguna manera coger el timón, y descorchar algo. No cualquier cosa, sino precisamente una de esas botellas que uno reserva para un momento o un encuentro en el que abrirla.

Nada tenía que ver esto con el alcohol y las penas, sino con distraer los sentidos en cosas positivas, con simplificarse y volver a la tierra, aprovechar la ocasión para compartir sensaciones, aunque fuera a distancia.

En este caso se trataba de un absolutamente descatalogado Guímaro B1P 2007. Algunos no sabrán que este vino de nombre confuso no era otra cosa que el alter ego del archiconocido Pecado de Raúl Pérez, elaborado con su asesoramiento sobre las viñas y el trabajo de Pedro Rodríguez y familia.


Se elaboró con uvas de la finca Pombeiras, en Amandi. En un 85% mencía, el resto, un poco de todo lo que hay por allí. Por la cata me atrevo a decir que brancellao y algo de caiño entre ello. De aquella usaban menos raspón, y la crianza rondó los 14 meses en barricas usadas.

Pero todo eso casi da igual, porque el vino, hoy, en mayo de 2014 ha trascendido a las uvas y a la elaboración y se ha encarnado en terruño y complejidad.


Un verdadero paréntesis en un día aciago comenzó en el momento en el que sus tímidos tonos rojizos, algo apagados ya, cayeron sobre la copa.

Algo de reducción. ¡Bien!, primera buena noticia del día, porque está en el guión del vino y porque apunta a que no he cometido errores de conservación. El caucho y la cebolla desaparecen enseguida.

Surgen con intensidad flores marchitas, tomillo, infusión de fiuncho (hinojo, en Galicia). Balsámicos terribles. Me olvido de todo, ya solo estamos el vino y yo. Creo que sonrío, por primera vez. Cerezas secas, tormenta de verano, hongos. Recuerdos de algunas sobremesas con un Tondonia.

En boca está vivo, carnoso, fresco, con fantástica acidez y taninos esféricos, muy finos ya. Al tiempo es salino, muy borgoñón. Creo que en una cata ciega me la hubieran pegado, y por ello doy ahora la razón al amigo Sibarita. Es vibrante, larguísimo, puro atlántico. Deja finos amargos, térreos, minerales. Entra María por la puerta, después de una jornada aun más larga que la mía. Todo pinta mucho mejor, adquiere otra perspectiva.

No sé cuanto tiempo tiene que pasar para que un vino se considere grande. Para mí lo es desde el momento en que me ha alegrado (y arreglado) un mal día, ayudándome a reconducirlo en el último momento.

Que cada uno saque sus propias conclusiones, las mías me recuerdan mucho a este tema.



domingo, 18 de mayo de 2014

¡Aleti campeón!

Un premio al trabajo constante. 

¡Felicidades muchachos, y gracias Cholo!

Fotografía: El Mundo

jueves, 15 de mayo de 2014

Reciclaje, Tentación y Moma 2009

Uno siempre ha sido de "más vale que sobre", para todo. Si me ciñera a cálculos ajustados no disfrutaría de placeres como los restos de un cocido, pizza fría por la mañana o una pasta gratinada en segundas nupcias. 

Creo que forma parte del Diógenes que llevo dentro, pero me gustan las sobras, ya sea para comérmelas tal cual, o para perpetrar algo con ellas. 

Pues resulta que el otro día, tras ponerme manos en la masa con una empanada de carne, me encontré con algo así como la mitad del relleno entre las manos, pues ni con calzador entraba en la masa que había preparado. Del exceso de caldo del guiso, ni hablamos.

Vale que aquí hay más torpeza que error de cálculo, pero lo cierto es que no hay mal que por bien no venga, y es que con el susodicho resto de relleno cayó el arroz de bandera que hoy nos ocupa. En realidad la historia no tiene demasiada complicación. 

Por ponerles en antecedentes, partimos de un guiso con mucha cebolla y algo de ajo sofritos en aceite de oliva a fuego no muy fuerte. La carne, jarrete (morcillo) de ternera troceado, previamente sazonada y marcada para que no suelte jugo, se añade junto a una cucharada de pimentón al sofrito, una vez que está blanqueado, subimos el fuego e incorporamos un vaso de vino blanco, que ha de reducirse casi completamente. 

Si en esta fase, evaporado el alcohol, le damos cinco minutos de olla rápida, ganaremos un plus de ternura en la carne, muy interesante para la empanada y libre del rico jugo que reservaremos para el arroz.

Con el sobrante de esta farsa, separamos la cebolla y la ponemos al fuego nuevamente, con un chorro de aceite de oliva. Una vez que haya cogido temperatura, le añadimos un buen puñado arroz carnaroli y unas hebras de azafrán previamente tostado. Removemos bien para que no se pegue y se vayan mezclando los sabores e integrando en el arroz. 

Seguidamente cubrimos con vino blanco y ponemos el fuego fuerte. En cuanto se haya evaporado el alcohol, incorporamos la carne con el caldo que nos haya quedado y seguimos reduciendo y moviendo de vez en cuando. 

Si tratando de emular este imprevisto, no disponemos de suficiente jugo del guiso anterior, conviene tener a mano un par de vasos de caldo de carne para que los sabores se nos sigan concentrando, si no , completaremos la cocción con agua hasta alcanzar el punto al dente del arroz. Llegado ese momento, añadir una nuez de mantequilla y repartirla bien será el último paso. 


Yo acompañe esto con un pequeño homenaje, La Tentación 2009, un vino que para mí es el mejor Pinot Noir que se ha embotellado nunca en España (con permiso, si acaso, del que elabora Rodrigo Méndez en Rías Baixas), en una añada especialmente gloriosa, la 2009, (muy superior al 2010, por cierto). 


No me extenderé demasiado al ser un vino difícil de encontrar a estas alturas, únicamente decir que procede del Bierzo, que se elabora con racimos enteros y en tinos abiertos, muy Raúl, vaya. También en nariz, algo animal al principio, pero pleno de sutileza y elegancia con la aireación...

Frente a la sutileza borgoñona, le puede pegar a este arroz el opuesto estilo bordelés que creo que Dominique Roujou ha imprimido de manera magistral en Moma 2009, un vino elaborado en el bonito paraje de Los Frailes, en Valencia. La bodega lleva ya doce años trabajando en ecológico y están convirtiendo su viñedo a biodinámico. Moma es un coupage de monastrell vieja, cultivada en vaso, y marselan a partes iguales con crianza en barrica.


Sin renunciar a su carácter mediterráneo, muestra bastante seriedad. Cerezas en licor y flores secas. Alguna vainilla entre medias. Pimiento verde muy presente al principio, pero que se marcha con la aireación.

En boca es directo, equilibrado, con buena acidez y taninos sedosos pero muy vivos. Se agarran con dulzura. Una punta licorosa nos recuerda donde estamos. Elegante final amargo. Es persistente, rico en matices, deja recuerdos especiados, y va de miedo con cualquier guiso contundente, que se pegue a los labios, como el que hoy nos ocupa.



jueves, 8 de mayo de 2014

Todas las cosas buenas

Aunque esta plataforma únicamente pretende ser un cuaderno en el que compartir experiencias, siempre he sentido mucho pudor en publicar que un vino no me gusta, y jamás me he planteado decir que un vino es malo. No considero que tenga- ni vaya a tener nunca- autoridad para ello. 

 Sin embargo, con el tiempo, a fuerza de probar, conocer y seguir probando, he ido reuniendo una serie de criterios que me invitan a pensar que un vino es objetivamente bueno, tratando de superar la difícil particularidad de los gustos. 

Puedo equivocarme y lo admito desde el minuto uno, pero como las consecuencias del error no son tan peligrosas como en el caso anterior, de vez en cuando, me lanzo. 

¿Cuáles son esos criterios? 

 Pues, lo primero y más importante, que por su gusto y aromas diga de dónde viene y cómo fue el año en el que nacieron y se transformaron las uvas que lo componen. 

En segundo lugar, que se aprecie la menor intervención posible. Que haya el menor ruido posible entre el terruño y lo que el vino transmite. Hablo de maderas, de perfumes buscados, artificiales, de acideces extrañas, pero también, aunque en menos ocasiones, de elaboraciones repletas de buenos y creativos propósitos, pero que desdibujan el origen del vino. Excesos en maceraciones, oxidaciones extremas, que pueden hacer vinos ricos y agradables, pero que difícilmente pueden considerarse grandes vinos en el sentido que pretendo hacer ver.

 Como alternativa a lo anterior, hablo también de elaboraciones de bodega, que por tradición de calidad, se han ganado una tipicidad propia, tan respetable como la inicial. Naturalmente, me refiero a Jerez, Champagne, Oporto... 

 Han de ser vinos saludables, no solo, por no incorporar excesos de aditivos extraños al vino, para la salud del que los consume moderadamente, sino también por ser saludables con el terreno del que proceden. Me interesa el equilibrio entre la cepa, la tierra, la fauna y la flora, y que quien la planta piense en mantener el suelo vivo, igual o mejor que como lo encontró. No entro en ecología, orgánica o biodinámica, pero sí en buscar un entorno sano, libre, en la medida de lo posible, de venenos (herbicidas, sistémicos, metales pesados) que desequilibran y, a la larga, empobrecen. De esto habla Joan G. Pallarés, como nunca se hizo en castellano, en su libro "Vinos Naturales en España" 

Y lo anterior me conduce a las personas. Han podido engañarme, no digo que no, pero nunca me ha gustado un vino elaborado por alguien que no fuese honesto. Decía un grupo de productores, entre los que se encuentra mi amigo Samuel Cano, "Decimos lo que hacemos, y hacemos lo que decimos". O dicho de otra forma, me parece difícil hacer un buen vino intentando engañar a quien lo va a consumir. Podrán venderse muchas botellas por la razón que sea, pero jamás será un buen vino. 

De aquí pasamos a las cantidades. Cuando hablamos de muchos cientos de miles, de millones de litros, es necesario acudir al proceso industrial, a la homogeneización; de nuevo, necesariamente, salvo gloriosas excepciones de las que ninguna recuerdo , a la pérdida de conexión con el origen. Es algo que tiene que existir para que tenga un mercado sostenible, pero creo que está también lejos del camino para elaborar un gran vino.

Por último, y por perogrullada que pueda parecer, el vino tiene que estar bueno. De nada sirve todo lo anterior si no hay manera de enfrentarse al brebaje. Sé que esto es muy subjetivo y choca con los principios, pero quizá pueda reconducirse a dos parámetros más universales: 

1) El equilibrio, no entendido como la aburrida ausencia de aristas, sino como elementos en cierta medida compensados. Aromas con presencia en boca. Intensidad con persistencia. Alcohol con buena acidez. Taninos que acaricien sin morder...

2) Lo anterior nos conduce a que sea (en el momento en el que se disfruta, aunque para ello haya que esperar diez años) fácil de beber. Hay guías y gurús que esto no lo consideran importante, pero si de un vino no brota la necesidad de una segunda copa, no creo, en mi humilde opinión, que estemos ante algo grande.

Me encuentro con Dido, La Universal 2011. Un vino ecológico, no solo de carnet, sino por convencimiento de quienes lo hacen, pensando en mantener el equilibrio de la zona evitando tóxicos, consumos innecesarios, mecanizaciones exageradas y manteniendo una refrescante y protectora cobertura vegetal en el viñedo. 



Tuve la suerte de conocer a las personas, concretamente a Sara, hace dos años ya, y disfrutar con ella de este vino cuando no conocía la botella y aun estaba en pañales. Olí, toqué, ví, grabé. Me lo creí todo, y hoy confirmo que no me equivocaba. Estaba ante personas que también se lo creen, que disfrutan de su trabajo, dando a luz vinos en armonía con el entorno. También las que están detrás, Josep, Lluis, Miquel, Los Pi, Marc... 

Me entusiasma sorprenderme porque lo que entonces me pareció anécdota, hoy me parece un buen vino que habla de mediterráneo, con días cálidos y noches frescas, de un año seco, con poca lluvia, caluroso, pero no demasiado.  

Aparece la fruta rabiosa del granito, menos complejo, pero más sincero que la pizarra. Las moras, la lavanda, la tinta china. En boca es el equilibrio divertido de la calidez del este y una acidez brillante y sabrosa. Los taninos esféricos, alegres, susurran, besan, bromean, pero no agreden. Y la fruta vuelve una y otra vez, pide otra copa.

Entonces recapitulo y confirmo. Un buen vino.


Vinos y lugares para momentos inolvidables

Galicia entre copas, SEGUNDA EDICIÓN

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