Esta entrada tiene un
componente importante de consumo interno, y es que aunque en el ADN de un blog
-sobre todo si se centra en experiencias- haya un 90% de uno mismo, existen cosas que son muy difíciles de compartir con objetividad, por muchas palabras que escribamos.
El 10% restante, si no tenemos en cuenta lo poco meramente descriptivo que pueda haber aquí, lo forman otras personas, y sin una que tiene mucho que ver mucho con este cuaderno, hoy, posiblemente, estarían ustedes leyendo otra cosa.
Por lo antedicho, no busquen aquí catas, sugerencias, recetas o crónicas de
restaurantes. Esto es, simplemente y como decían en La Historia Interminable,
para cualquiera que haya soñado alguna vez.
Sabemos que existe, al
menos en nuestra cultura y especialmente entre el género femenino, una especie
de lamento atávico, casi irracional, hacia las parejas que se casan en un
día de lluvia. Cuando uno cuenta a los futuros cónyuges entre sus personas más
queridas, como es el caso del que suscribe, aunque sea varón, ese lamento podría transformarse en preocupación.
Sin embargo la experiencia
me demuestra que con un poco de organización, hay personas que son, en palabras
de Taxi, capaces de sacarle corazón a un día gris. Rosa y Pedro pertenecen a esa
clase de extraños sujetos.
Nos situamos a finales de
septiembre en Bueu. Morrazo. Galicia. España. El Pazo de Santa Cruz, o más bien
su entorno, es uno de los rincones más hermosos que pueden encontrarse en el
noroeste, pero su belleza colonial, casi selvática, la debe en gran parte a la
estación lluviosa que tiene entrada con el final del verano.
Es cierto que el agua no
permite detenerse largo rato en sus hipnotizantes miradores, sin embargo, su
caída, ligera y constante dota a piedra, hojas, y flores de un aire melancólico
intemporal, acentuado por las velas que se esconden en cada rincón.
Nuestro
paso es más fugaz, paraguas en mano, pero la retina es capaz de retener el
trabajo que hay en los detalles. Si uno se detiene un poco más, puede disfrutar
de la limpieza brutal de los aromas de tierra mojada, hierba fresca y mar
embravecido en el camino que lleva al refugio.
Allí, poco a poco, como en
un susurro, brota la magia.
Un
bucólico invernadero balinés, como surgido de un delirio estival, ofrece el
cóctel alternativo a la fachada del Pazo, y los grises terrosos se tornan
cálidos naranjas con luces tenues.
El equipo de Pepe Solla
cuida cada detalle al milímetro y convierte el invernadero en la casa de la
bruja de Hansel y Gretel que todos guardamos en un rincón de la memoria.
Deliciosas viandas surgen de cada esquina.
Una mesa de finísimas
empanadas, carne o mejillón y chorizo. Ambas pecaminosas.
Quien suscribe no ha
terminado de saborearlas, cuando llegan los aromas de la plancha de bivalvos.
Navajas aun retorciéndose, vieiras, almejas de Carril. Culminan la fechoría
descomunales berberechos.
Las tentaciones continúan
en forma de crujientes bocados de foie, divertidos chupitos de gazpacho y
salmorejo, cecina y espárragos, vibrantes tempuras, misteriosos envases que
esconden un fresquísimo ceviche, y más...
Pero si uno sigue el
camino que traza la inquieta nariz del gastrópata, acabará irremediablemente en
el rincón de mayor pecado, el del queso. Una selección de diferentes variedades
bien afinadas y con sus contrapuntos.
Se habilita mucha información, y una tabla
para que cada comensal pueda dar rienda suelta a la lujuria láctea.
Prima la
vaca gallega, pero no se ocultan vicios como el queso con mayúsculas, la Torta
del Casar.
Pero incluso aquella se ve superada por un Queso País de leche cruda cuyo
origen, al parecer, el maldito Solla no revela a nadie.
Fotos, murmullos, bocas
llenas, pero, sobre todo sonrisas, enmarcan un cóctel para el recuerdo y que,
sin embargo, dura una exhalación.
Nos dirigimos al banquete,
allí la sobriedad y elegancia del damero deja la nota de color para las
invitadas, y un barco de papel nos recuerda donde estamos y, sobre todo, quien
nos ha traído allí.
Qué decir, que no se haya
dicho ya, de las vieiras y de la merluza de Pepe Solla.
Baste señalar que la
diferencia entre disfrutarla en la intimidad de un restaurante o en el seno de
un banquete es inapreciable, algo que se puede decir de muy pocos cocineros.
Si la compañía la completa un albariño mágico de Rodrigo Méndez, elaborado especialmente para la ocasión y en una añada de gloria, el resultado sólo puede ser vibrante.
Y aunque es difícil
continuar engullendo tras no haber dicho que no a nada, la tentación del postre
resulta irrenunciable hasta la última miga.
Sirva de excusa decir que
cuando uno está alegre y despreocupado, parece que el hambre no tiene fin. Tampoco
la del espíritu.
Después se apagan las
luces, las mesas quedan vacías y el reloj empieza a correr vertiginoso. Comienzan las risas sin corsé, algunas con ojos vidriosos, y otras se
tornan carcajadas. Unas cuantas acaban inmortalizadas, pero la gran mayoría
permanecerá, únicamente, en la memoria de aquellos que compartimos ese día.
Y
así debe ser.
Algunos anticuados aun
pensamos que elegir a la persona con la que uno quiere envejecer, es uno de los
más hermosos caminos que se pueden iniciar en esta vida. Vosotros habéis
elegido muy bien.
Felicidades por eso, y por todo lo demás.
2 comentarios:
Emocionaos por volver a recordarlo y verlo en tu blog! Muchas gracias Mario!
Rosa y Pedro
Sin duda para el recuerdo, me quedo con dos frases en particular:
-Nuestro paso es más fugaz, paraguas en mano, pero la retina es capaz de retener el trabajo que hay en los detalles.
-Culminan la fechoría descomunales berberechos.
Enhorabuena por el Post!! Un saludo.
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