No sé si habrán oido algo; el pasado viernes fue el Día Internacional de la Garnacha.
El Twitter internacional era un hervidero para todo aquel que inyectase el hashtag #grenache o #grenacheDay, sobre todo Estados Unidos y UK, también algo Francia e Italia. Todo el personal brindaba a kilómetros de distancia con propuestas, muchas de ellas con vino español.
Sin embargo, los ecos desde España fueron más bien discretos, pese a que el evento difícilmente tendría lugar si un buen día la Garnacha no hubiera decidido salir de la península.
Curioso.
El caso es que como uno enseguida encuentra excusa con la que agarrarse a una copa, aprovechamos para descorchar alguna que otra susodicha, y la sorpresa vino del Languedoc, una zona que, aunque poco a poco va despuntando con verdaderas joyas, es más famosa por graneles, alcoholes y algún que otro brebaje, que, aunque hablemos de Francia, también los hay.
Allí encontramos a Yannick Pelletier, un friki que tras atender varios años una tienda de vinos, decidió dar el paso; tras superar la "escuela" de enología de los productores que más le gustaban (Didier Barral, Culleron, Gaillard...), se puso a hacer vino.
Con un objetivo claro, entre compra y arrendamientos se hizo con 10 hectáreas en la pequeña denominación de Saint Chinian, con viñedo "mayor de edad" en suelos arcillosos de esquisto y caliza.
Su filosofía se ha inspirado en gran medida por Didier Barral, especialmente en relación con la adopción de la viticultura biodinámica y un uso mínimo de azufre durante la vinificación y crianza de sus vinos. 2004 fue su primera cosecha.
Así, y en homenaje al día de autos, nos encontramos con esta L'R de Saint Chinian 2009, una garnacha pura y directa, que fermentó en depósitos de hormigón, para después criarse en 18 meses de juegos de hormigón y barrica usada, rematándose en botella sin filtrados ni adición de sulfuroso. El resultado es un vino muy sugerente vestido de salvaje, tarda en abrirse, y ofrece cerezas crujientes sobre ese zumo de manzana aireada que nos dan los vinos de este perfil, pimientas, fósforo y quizás el toque de bizcocho borracho al fondo que a la garnacha le cuesta tanto ocultar. En boca es fresco, exhuberante, mineral, cítrico, con taninos estilo peta zetas y con fruta, mucha fruta. Incluso a los más de 18 grados que lo probé de inicio, pedía trago largo sin lubricantes. Una delicia que no llega a los 15 euros. Como diría super ratón,... a garnachearse e hipermineralizarse.
Es raro que una ciudad,
por pequeña que sea, no tenga un pequeño rincón de alimentación
de nivel. Hablo que aquellas antiguas mantequerías que se mantienen frente
a las grandes superficies, gracias a la máxima de calidad que ha hecho fieles a
sus clientes.
Si usted preguntara en
Pontevedra por un comercio de estas características, la mayor parte del
personal le enviaría a Julia Juncal.
Cuando vuelvo por
Pontevedra siempre procuro pasar por allí, aunque sea para disfrutar de su
escaparate, siempre cambiante, siempre divertido y que habitualmente deja
escapar alguna novedad. Y es que desde que el joven Roberto se ha hecho cargo
del negocio, no sólo ha hecho disipar las dudas que podía haber sobre la deriva
que tomaría el negocio con el cambio generacional, sino que con juicio y buen criterio ha hecho crecer el
proyecto, sin artificios, pero en una línea francamente prometedora y emocionante.
Creo, por lo que le
empiezo a conocer, que es un tipo honesto y con las ideas muy claras, sin
ningún problema a la hora de echarse a la espalda la carga de estar a la
vanguardia gastronómica y vinícola en Pontevedra. Aunque no lo he oído de sus
labios, creo que la máxima es “si se hace aquí, y es bueno, tiene que estar en
mi tienda”, sea embutido, conserva, queso o vino.
Además, lejos de
conformarse con lo anterior, también ha decidido tomar la iniciativa, y ser
Juncal quien desde su nacimiento, determine la calidad de un producto. La
criatura que nace de tal idea tiene forma de lata y contiene estas Sardinas
Frescas del Alba en Aceite de Oliva que llevan su propia marca, un homenaje al pescadito en cuestión hecho
conserva.
Si tienen hambre, no les
aconsejo seguir leyendo.
Las sardinas se pescan
entre las 6:30 y las 7:00 de la mañana. Dos marineros en un barco. Se entregan en fábrica sobre las 7:30 - 8:00 horas de la mañana. Ellos suelen decir que se muere en la fábrica.
El resto del proceso, todo manual (como debe ser) se completa con un cuidado máximo del pescado, hasta el tueste y empacado final.
Claro está que el proceso se realiza durante la misma mañana, y esto nos garantiza todo lo demás.
Como entenderán, no tardé mucho en abrir la
lata, que compramos por algo menos de 8 euros, y desoir el consejo de
Roberto sobre aguantar lo posible, ya que al parecer este tipo de conservas
mejoran sobremanera con el tiempo, por el intercambio de aromas y sabores entre
el producto y el aceite de oliva virgen.
Siguiendo, esta vez sí, la
propuesta de Roberto, acompañamos las susodichas de unos aros de cebolla fresca
y patata roja cocida, ambos de huerto pontevedrés de confianza.
Imaginen la exhuberancia
de este pescadito azul llevada al extremo, pero con finura, sabor y textura
desconocidas hasta el momento. Carne melosa, untuosa, con una grasa que se
deshace en la boca y a la que tanto la patata, como la cebolla, como un pico de
pan le van de perlas. Sabor profundo, y muy equilibrado con la textura, tersa y suave.
El aceite resulta todavía anecdótico en el sabor de la deliciosa
sardina, pero se crece cuando regamos con él la patata y la cebolla. Una
verdadera delicia.
Baste decirles que dejé de
engullir mucho después de que mi apetito se saciara, con las consecuencias que para
el estómago eso supone.
Teniendo en cuenta que con
una lata tenemos ración para cuatro almas, y que su precio es casi simbólico, nos podemos permitir un pequeño lujo con el vino.
Necesitamos un vino de
mar, salino, y que además nos aporte acidez con la que hacer frente a la grasa
de la sardina. No se me ocurre mejor candidato que Rodrigo Méndez y sus vinos
para enfrentarse al reto.
En su gesta de recuperar
producciones y métodos ancestrales de elaboración, Rodri nos trae este Ratiño
2010. La variedad, que da nombre al blanco en cuestión, también conocida como
“collón de mico”, es una pequeña uva, presente en muchos viñedos viejos de Rías
Baixas, y prácticamente desaparecida en los nuevos.
Y digo Rías Baixas a pesar de que en la D.O. parece que tienen cosas mejores que hacer que dignificar variedades casi perdidas, como por ejemplo fomentar rendimientos desorbitados o prohibir que la palabra barrica aparezca en las etiquetas.
Aquí se vinificó con las
pastas y se crió en barrica usada de 500 durante doce meses.
El resultado es un blanco
brillante y descarado, con aromas dulces de naranja escarchada, bizcocho de
canela, tomillo, mar de fondo y licor de hierbas. En boca sorprende por su
sequedad y su carácter untuoso, salino. En una línea algo más licorosa a la que los Leirana nos tiene acostumbrados, resulta no obstante muy sabroso, con peso de fruta en boca,
acidez crujiente y músculo, mucha presencia.
Por la forma en que va acentuando
sus notas cítricas, recuerda -efecto ratatouille- a aquellos caramelos de limón que
simulaban la fruta seccionada. Pese a su complejidad resulta rico y fácil de
beber. Una deliciosa novedad al paladar que no se arrepentirán de probar pese a los veinte euros que ronda la botella.
Con las sardinas, sencillamente una canción embriagadora, eterna. Sólo Shirley Bassey podría interpretarla, pero mientras no decida dedicarle un tema a las sardinas, nos conformaremos con diamantes...
Algunos días atrás publicaba en Culturamas Ocio un artículo con este título, y aunque no suelo reproducir aquí lo que escribo en dicha Revista, ni viceversa, algún correo amigo me recomendó, tras leer la última, que sí lo hiciera. Al menos en este caso.
Como yo soy muy de seguir consejos, y además entre la preparación de los cimientos del la Tercera Edición del Ranking y la sección "Wines from Spain" voy justo de tiempo, les dejo con el citado artículo, que lo disfruten:
Una de las consecuencias de juntar letras públicamente de
manera habitual, es que se reciben multitud de convocatorias y notas de prensa.
Aparte de eventos gastronómicos y presentación de productos de toda índole,
gran parte de ellas vienen referidas a nuevos vinos o últimas añadas de otros
ya conocidos.
No tengo por costumbre publicarlas, entre otras cosas porque
no soy prensa, aunque procuro leerlas con detenimiento cuando el tiempo
acompaña, y es curioso ver como junto con los gustos y las tendencias del
público, con el tiempo cambia también el lenguaje y la forma de vender las
virtudes de un vino. No hace mucho, eran las guías y ciertos gurús los que
determinaban la tendencia de esos gustos, pero puede que la cosa esté
cambiando.
Una de las notas de prensa que me llegaba hace unos días
llamaba la atención por confirmar una trayectoria que vengo observando desde
hace tiempo en otras muchas bodegas, presentaba la nueva añada 2010 de un
Ribera del Duero destacando su gran frescura.
Hasta hace poco, a nadie se le hubiera ocurrido algo así
para vender un Ribera, muy pocos lo demandaban y el resto ya lo dábamos por
imposible. Además, hay que trabajar de forma muy diferente a lo que suele
hacerse en esta zona para obtener tal resultado, pero al menos hasta que cate
el vino, teniendo en cuenta el buen nombre de quienes lo hacen, me lo creeré.
No es esta la cuestión.
Poco después recibo una nota similar, esta vez sobre el
Crianza de todo un clásico de Rioja del que se predica un profundo carácter
atlántico.
Resulta sorprendente ver cómo han cambiado las cosas. Aun
recuerdo hace no mucho, cuatro o cinco años atrás, no más, que cuando se
presentaban vinos de perfil similar, al menos a priori, prefería hablarse de
colores brillantes, concentración, maderas ígneas y, sobre todo, mucho cuerpo.
Lo que yo llamo vinos para constructores, a los que deseo la misma suerte.
Es evidente que algo ha cambiado, y no se trata de las guías
que todos conocemos, que siguen puntuando y premiando con generosidad la
concentración y el “roble cremoso” que a muchos nos espanta.
Y es que, de unos años a hoy, sin duda fruto de abrir
nuestra mente y nuestras fronteras, probar vinos fuera de España (aunque mi
subconsciente piense especialmente en Borgoña), conocer variedades autóctonas
olvidadas -especialmente del noroeste-, conocer los vinos de productores locos,
enamorados de su tierra y de sus cepas, y darnos cuenta de que lo importante no
está en las barricas, sino en la cepa y su entorno, que el raspón es más
importante que el tostado de la barrica y que la vida de un vino no está tanto
en su cuerpo o en sus subidos tonos, como en su acidez y, por ende, su
frescura, esa frescura que nos aporta vinos de sed, que son los que nos gustan,
porque nos gusta beber (no solo catar) y estos nos piden otra copa.
Evidentemente esto no lo ha inventado un servidor, nada más lejos. Diría que
es un movimiento, casi de resistencia con todas esas guías e ideas
preconcebidas, las mismas que hace veinte años decían que el mejor blanco es un
buen tinto, y que vengo observando desde hace unos años. Si ese movimiento
existe, me enorgullece formar parte de él, desde el primer día, allá por 2008, en que hablé de
un vino en este blog, por cierto, un tinto de Rías Baixas con 12% de alcohol,
traslúcido y con una acidez brutal. Son muchos los blogueros, foreros y
aficionados que llevan tiempo hablando de esto, más que yo, porque uno es tan
solo un granito de arena más.
Dicho esto, resulta agradable, y sobre todo esperanzador,
ver que el mercado del vino español haga un guiño a todos los que estamos
deseando decir cosas buenas de lo que, de alguna forma, también es nuestro,
pero que en muchas ocasiones (especialmente en las clásicas zonas vinícolas y
desde las grandes bodegas) se nos antoja tan difícil. También nosotros tenemos
que mejorar, evolucionar. Probar, probar, probar, y seguir probando hasta que
sepamos extraer sin dudas lo mejor que se le puede pedir a un vino:
autenticidad, y que vayan siendo más los vinos auténticos, los que dicen de
dónde vienen, y nosotros sigamos aprendiendo con ellos y, sobre todo,
disfrutando.
Desde que vi la peli de
Almodovar, cada vez que paso el puente de Rande y me empiezan a llegar los
aromas de “La Celulosa” me viene a la cabeza ese leit motiv. Y es que los días
que pasamos en casa, aunque dieron para bastante, se hicieron francamente
cortos.
Playa de Lapamán (Pontevedra). No tiene mucho que ver con el relato, pero pasamos buenas tardes allí
Dos
visitas anualmente obligadas. Una, la de Forjas
del Salnés que, por fin, nos condujo
hasta el origen, la Señora Lola y sus viñedos centenarios de Albariño y Caiño, y
en menor medida, Ratiño y Espadeiro.
La Viña de Doña Lola
Una finca de ensueño
difícil de explicar con palabras pero que me lleva pensar que pocas cosas
ocurren por casualidad, Rodri y Doña Lola estaban destinados a encontrarse, y
qué mejor crisol con el que brindar, que una botella de albariño con
veinticinco años que era un poema de placer cítrico y whisky de malta, y su
réplica en caiño, puro, entero, exquisito, salvaje y borgoñón.
Además de una añada 2011,
aun en barricas, que se promete sencillamente espectacular, sobre todo en
blancos, pudimos conocer los nuevos proyectos de Rodri 2010, ya en el mercado,
Ratiño, Cos Pés y Leirana Finca Genoveva, pero de eso hablaremos con calma en próximas entradas.
La cuestión es que de todo
esto pudimos disfrutar en torno a una de las mejores brasas con las que me he
topado jamás, la de un alemán llamado Christian Reise, afincado en O Grove y volcado
con el producto de calidad sometido con maestría al juicio del carbón de
encina en su Brasería Sansibar.
Entramos bien con sus
ricas salchichas, unos deliciosos berberechos, también a la brasa y con un
sutil pero acertadísimo aderezo.
Aunque el golpe llegó con
la carne, vaca gallega, brasa y puro sabor, salvaje y en su punto, ese en el
que la grasa entreverada se derrite y el resto mantiene su rojo caliente,
primario. Imprescindible para el carnívoro que se acerque a Pontevedra, y al
vegetariano que quiera estrenarse como Dios manda.
La otra visita obligada es
el paisaje de leyenda que atesora el viñedo de Régoa y del que una vez más
disfrutamos gracias a los Prieto.
Aunque de Régoa 2008 hablaremos próximamente en
nuestra sección Spanish Wines, disfrutamos de una reveladora vertical
en Monforte, con la mesa, mantel y viandas que ofrece la interesante propuesta
de Manuel Bistró, un restaurante de modernidad contenida, buen criterio y
precios comedidos.
Régoa en Manuel Bistró
Valdrá la pena ver como evoluciona.
Mediando un pequeño desvío
que nos llevó a Fisterra y O Fragón, al que daremos capítulo aparte, nos
fuimos a Lugo y conocimos el proyecto de Héctor López y su Restaurante España, cuya planta baja ha reconvertido en un inteligente gastrobar, en la línea de
aquellos que han decidido hacer frente a la crisis en lugar de languidecer en
pomposos comedores tristemente vacíos.
España ofrece en su desenfadada taberna, cocina en miniatura con la calidad del comedor a precios realmente
atractivos. Ningún pero a sus mini hamburguesas ni a sus chupachups de queso de
cabra y foie, muy bien la fritura de pescado y sencillamente delicioso el
tartar de bonito.
Algo más irregulares en
los vinos por copa, pues no es coherente ofrecer un mencía de mimo y un
albariño de supermercado. Con los cafés y unas trufas de postre, creo que no
llegamos a los 25 euros p.p.
Ya rumbo a Asturias, nos
quedamos con las ganas de visitar Paprika y Vinoteca da Auga así que habrá que
volver por allí...
Para no empalagar
demasiado con mis costumbres veraniegas y evitar al mismo tiempo que se me siga
cayendo la lagrimilla, vamos a hacer un lapsus para hablar de cerveza artesana.
Nunca he sido de los que
creen en el antagonismo irreconciliable entre el vino y la cerveza. Frente a lo
que opinan la mayoría de los españoles, sí considero el vino más versátil en general, a la hora de acompañar una comida, sin ir más lejos, por el abanico de
posibilidades que ofrece, y generalmente encuentro un placer más completo en un
buen vino que en una excelente cerveza.
Sin embargo todo tiene su
momento, y en algunos, como el que ofrece una barra con boquerones y patatas
fritas, es difícil superar la tentación de una caña bien tirada. Yo ni lo
intento.
El caso es que hace ya
unas semanas la gente de Mumumio, tienda gourmet on-line en la que ya he
comprado más de una vez con excelentes resultados, nos hizo llegar unas
cervezas de elaboración artesanal que han venido francamente bien para estos
terribles días de calor y que hemos ido probando con diferentes platillos,
quedándonos al final con los maridajes que comentaremos a continuación.
La cosa todavía va de
verano, así que empezamos con una ensalada, de esas de plato único que nos
mantienen afortunadamente alejados de los fogones. Como no creo que el calor
sea razón suficiente para abandonar las legumbres, pues de lentejas,
previamente cocidas y refrescadas, a las que añadimos media papaya (adoro esta
fruta) cortada en cubitos, un puñado de canónigos, una chalota en rodajas
finas, dos huevos cocidos, una pizca de sésamo tostado y un cucharón de
guacamole con mucha lima y sin cilantro que habremos preparado previamente.
Para aliñar emulsionamos
un par de cucharadas de vinagre balsámico, una cucharada de miel, una pizca de
jengibre rallado (lo hará todo más digestivo) y aceite de oliva virgen en
hilillo hasta que el tema ligue.
Los amantes del guacamole
sabemos que el aparentemente inocente aguacate es un terrible verdugo de la
mayoría de los vinos, lo que unido al vinagre, hace de este un plato enológicamente
atroz, sin embargo, con una cerveza como Saramagal Inmaculate podemos sacar lo
mejor de ambos.
Se trata de una cerveza gallega
tipo Ale Rubia, elaborada con malta de trigo y cebada, a la que se añade cáscara
de naranja. Tiene aromas sutiles de cítricos
y pan tostado, resulta fresca, pero con mucha presencia en boca y un contenido
dulzor. Deja su impronta con soltura sin quitar un ápice de sabor a nuestra
ensalada.
Seguimos con una de mis
debilidades nunca contadas hasta el momento como lo son los fiambres casqueros. Sólo los bien hechos, eso sí. En este caso topamos un finísimo loncheado de
chicharrón de cerdo ibérico, que para mí supera cualquier jamón de cebo que
puedan encontrar por ahí.
En contraste con la intensidad
sápida del jamón, este es un bocado muy delicado que puede verse vapuleado por
cualquier blanco o tinto medianamente potente. Si habláramos de vino y
tuviéramos a mano uno de esos chicharrones con pistachos, yo recomendaría un
blanco seco y no muy aromático tipo Chablis, o tal vez un albillo al que no se
le note la madera. Como estamos con cervezas, ésta castellana Burro de Sancho
Roja nos vino de perlas. Elaborada con un 100% de malta de cebada procedente de
La Mancha, nos ofrece, además de sus sugerentes tonalidades rojizas, un perfil
muy aromático de especiados (pimienta, sobre todo) azúcar de caña y nueces. En
boca es fresca y ligera, con una espuma muy bien integrada. Resulta sabrosa y fácil
de beber.
Y, como debe ser,
rematamos con un postre, los barquillos de chocolate, que no sé a ustedes, pero
a mí me traen un bonito recuerdo de infancia. Si encuentran – y no es difícil-
los que comercializa Casa Eceiza, triunfarán seguro.
Aquí tiramos de un
maridaje tan acertado como poco conocido que es el del chocolate y la cerveza
negra o tostada, tan solo superada a mi juicio por el Oporto para maridar con
éxito el oscuro elemento.
La candidata viene de
Soria y se llama Caelia en honor a la bebida que, supuestamente, engullían los numantinos
durante la resistencia a Roma. Esta versión es una cerveza tipo Brown Ale
inglesa elaborada con tres tipos de lúpulos y tres clases de maltas diferentes.
Su color recuerda a una
coca cola turbia con una espuma color crema muy persistente. Su nariz es más compleja
e intensa que las anteriores, y da notas de caramelo tostado, cacahuete, hierba
fresca y torrefactos. En boca es muy sabrosa y delicada al mismo tiempo, densa,
pero fresca y con un persistente amargor que cierra con elegancia, aunque
recomendaría tomarla con algo más de temperatura que las anteriores, que vendrían
directas de nevera.
En todo caso, juntos
forman un tandem, tipo foie-sauternes difícil de olvidar.
A pesar de su abanico sensorial, más reducido, lo cierto es que la
cerveza cuenta con ventaja operativa a la hora de jugar a maridajes gracias al carácter
individual de los botellines y a su menor grado alcohólico con respecto al
vino, así que – aunque el vino sea nuestra causa- si experimentan armonías del
estilo, no dejen de contárnoslo.
Como viene siendo habitual, para no forzar mucho la máquina, comenzaremos el curso con un pequeño resumen de lo que fue este verano en lo gastronómico para aquellos que, seguramente con buen criterio, tienen ocupaciones más elevadas que seguir el twitter y el facebook del personaje que suscribe.
Arrancamos con paella en Alicante. Era lo que pedía el cuerpo y ya saben que uno es de chiringuito, por eso acudimos a uno reconvertido en restaurante de cierta elegancia llamado La Ponderosa y situado en el municipio de El Campello. Allí nos sirvieron un impecable arroz del que no dejamos ni las cáscaras, que además habría quedado muy económico de no haberse visto precedido por unos caprichos en forma de Gambas Rojas a la plancha que acabaron saliendo a unos cinco euros la unidad. Es lo que tienen los antojos.
Acompañó de miedo un Torelló Rosé Reserva 2006, fresco, vinoso, sin excesos carbónicos y con una fruta francamente adictiva. Si no tuviera sorpresas como la de un Privat Nu 2008 catado por otros lares, me inclinaría a pensar que lo Cava tira mejor por lo rosado.
El Rosé de Torelló en La Ponderosa (El Campello)
Ya por la noche, en
Alicante DC, volvimos a recalar en César Anca, un lugar de buena cocina. Sin
riesgos. De entre todo destacaría un delicioso tataki de bonito con una
acertadísima y crujiente vinagreta y una ensalada de bogavante tan sabrosa y
fresca como ochentera.
Falla nuevamente este lugar en su carta de vinos,
especialmente en lo que a blancos se refiere, y que recuerda más a la de un
chigre de tercera que a un restaurante de su nivel. Cuando vuelva preguntaré
por el descorche para llevar mi pan bajo el brazo.
Ensalada de Bogavante en César Anca
Por último no quisiera
dejar de destacar la sorpresa recibida en Pizzería Brel. Lo que a priori
parecía un italiano más del paseo de El Campello, destinado en un 98% al
turista incauto, resultó un proyecto serio y muy respetuoso, tanto con la cocina
como con la inteligencia del cliente.
Presentaciones impecables,
platos divertidos, sabrosos y con buen producto rodean a un catálogo de pizzas
crujientes de impecable factura. No se pierdan los mejillones ni la ensalada
césar que se construye en la propia mesa. Por todo ello unido a la velocidad y
profesionalidad con la que se mueve la sala, algo apretada, me recordó mucho a
la reconversión que suele quedar de los restaurantes que piden la ayuda de
Gordon Ramsay en Pesadilla en la Cocina, ya hablamos de esto en alguna ocasión.
Gratamente inesperada su
carta de vinos, elaborada con criterio, y con muchas propuestas de todo tipo,
incluidos guiños internacionales.
Nosotros nos decantamos por un siempre
solvente Castillo de Monjardín 2009, una chardonnay, sencilla, fresca, cremosa y sin complicaciones. La cuenta, entre 20 y 30 euros, hace que
la propuesta sea francamente atractiva. Muy recomendable.
De allí nos fuimos al
noroeste, pero eso ya es carne de próximas entradas.