Creo que ya lo he comentado recientemente; vivo una etapa
gastronómica de simplificación. Me incomodan en cierta medida los barroquismos cuando son innecesarios, injustificados e intentan distraer al personal. De la misma forma me satisface especialmente
la grandeza en lo sencillo.
Por esta razón les hablaré de sencillos placeres con los
que, recientemente, he disfrutado como un enano.
Empezamos en una Curva, situada en Portonovo, que Miguel
Anxo Besada y su equipo manejan con maestría. Ya hemos hablado de este sitio,
pero quiero insistir en que no sé si es posible encontrar en el universo conocido un
lugar que combine la excelencia y sencillez del producto, en el tapeo gallego de toda la vida, con una
carta de vinos digna un dos estrellas michelín con sendos sumilleres incluidos.
Díganme si no otra taberna marinera de berberecho, xouba y pimiento de padrón
en la que uno se pueda deleitar a través de una carta con más de una decena de rieslings, más
champañas de pequeño productor, unos cuantos borgoñas y, por supuesto, lo mejor
de la viticultura gallega.
Destacaría muchas cosas de la última visita, pero para
centrarnos en la sencillez, hablaré de dos. Un pan de los de toda la vida, 100%
harina gallega, y unas volandeiras (una especie de zamburiña con costumbres
“migratorias”) con un tamaño y sabor como pocas he probado.
Preparación: complejísima. Punto justo – insisto, justo- de
plancha. Después, aceite crudo, sal y a llorar.
Para complicar un poco la cosa nos metemos con el pulpo, que
no viene solo, sino con una comparsa llamada caldeirada. Todo cocido, jugoso,
en su punto, regado con allada. ¿Que, como es eso?. Pues aceite de oliva, ajos
dorados, pimentón. Si acaso algo de caldo y una gota de vinagre. La unión con
el pulpo y las patatas, antológica y tan vieja como la envidia.
Y siguiendo con el discurso de la sencillez, nos recorremos
seiscientos y pico de kilómetros y, antes de entrar en Madrid hacemos parada en
Torrelodones. Allí nos detenemos en un local relativamente nuevo llamado El Rincón de la Plaza.
La experiencia de las personas que lo han sacado adelante,
les ha permitido visualizar a la perfección las demandas del momento actual y su
propuesta culinaria es directa, sencilla, sabrosa y casera. Evita caer en la
tentación de la deconstrucción mal entendida, y de esas cartas clónicas y
manidas de foies, absurdos milhojas, tatakis de atún y coulant de chocolate congelado. Que ya huelen por hastío.
Aquí disfrutamos de unos deliciosos chipirones a la plancha,
unas croquetas plenas de sabor y textura y de uno de mis platos favoritos, y
prácticamente ausente en la práctica totalidad de las cartas: las albóndigas de
verdad. Ya no les hablo de la deliciosa tarta de manzana que hay que encargar
al principio de la velada ni de la evocadora e íntima terraza que lo acoge
todo, y lo hace más especial. Añadiendo que los precios son muy comedidos, la
posibilidad de descorche y las medias raciones, creo que la referencia está
clara.
Y para cerrar un vino que, desde la semana pasada, con parada flash en Barcelona, permanecerá en mi memoria por el resto
de mis días. Dejando claro que no he probado Chateau Rayas, la garnacha más
franca y arrebatadora que me he echado al gaznate. Si no hubiera venido de la
mano y la compañía del amigo Joan y en Monviníc, seguiría ubicando aquel Jasper Hill Cornella
Vineyard 2005 en el terreno de los sueños, y nunca en Australia.
Una fruta limpia,
profunda, brutal, casi tan insultante como su boca fresca y explosiva, en la
que los quince grados eran peligrosamente inapreciables. No decayó ni un ápice
hasta que el contenido de la botella se evaporó.
Para beber palets, y tan sencillo como una garnacha.