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Admito que cuando me emociono, tiendo a ponerme un poco serio y, seguramente para muchos, aburrido. Aunque esta entrada se completará en el cercanías de Madrid, en este momento estoy sentado en la galería de la Rectoral de Anllo, en Sober (Lugo), contemplando un impresionante atardecer y disfrutando de la única banda sonora compuesta por los pájaros, algún ladrido lejano y el susurro del Sil; y al reflexionar sobre la experiencia del día de hoy, creo que «emocionante» es la palabra que mejor la describe.

Como broche final a unas cortas pero completas vacaciones de Semana Santa, hicimos una pequeña parada en la Ribeira Sacra, una zona por la que el lector habitual sabe que tengo una especial debilidad, pero que nunca antes había visitado, con el principal propósito de conocer los viñedos y la bodega que José María Prieto cuida en Sober para producir Régoa, un vino que ya había mencionado en una entrada anterior.

Nuestro anfitrión nos esperaba en su todoterreno para descender por el escarpado y estrecho sendero que lleva al viñedo. Aunque él se mueve con soltura, es aterrador ver el abismo desde las ventanillas, y al principio uno prefiere mirar el paisaje de reojo.

Aunque el entorno que se iba formando a nuestro alrededor nos daba pistas, no puedo describir con palabras el entorno en el que se encontraba ese viñedo, por lo que creo que lo mejor es simplemente mostrarlo.

La primera añada de Régoa fue la 2006, pero el proyecto se remonta dieciséis años atrás, cuando un matrimonio de médicos un poco locos de Monforte decidió reunir suficiente viñedo para producir vinos de calidad sin renunciar a una producción aceptable de botellas, algo impensable en una zona donde predominaba el minifundio para consumo familiar o local.

Como resultado, hoy en día tienen 11 hectáreas de impresionantes viñedos, con cepas de entre 16 y más de 50 años de antigüedad, cultivando variedades como mencía, caiño, sousón y alvarello (de la cual, a pesar de su bajo porcentaje, son el mayor productor mundial). Fue en 2006 cuando consideraron que tenían los medios y la calidad de producción suficientes para lanzar su primer vino tinto.

Mientras nos movíamos por la viña, quedó claro que, aunque arriesgada, la vendimia es físicamente posible, y para facilitarla construyeron una serie de raíles en los que subir la uva. José María nos mostró la diferencia entre las hojas (el fruto aún no había brotado) de la mencía y el alvarello, así como las cepas nuevas plantadas en una parcela más reciente.

Luego nos dirigimos a la bodega, un edificio funcional sin pretensiones ni grandes arquitectos, que solo busca ser una parte del proceso y no un fin en sí mismo, como es la tendencia últimamente.

Para su línea básica (hoy ya la 2007), optaron por el método tradicional, macerando en depósitos de acero inoxidable con remontados, y luego en barricas troncocónicas de roble francés Allier de 4.000 litros, donde el vino permaneció durante siete meses y 28 días antes de ser embotellado. Dada la gran tamaño de los fudres, la influencia de la madera es más sutil. Han elaborado 11.300 botellas utilizando un 92% de mencía y un 8% de alvarello.

También trabajan en otras dos gamas utilizando roble francés en barricas bordelesas de 225 litros, Régoa Iria y Régoa TN. Tuvimos la suerte de poder probarlo directamente del depósito en el que se estaba integrando para después volver a las barricas (muy bien manejadas, por cierto), y al menos puedo decir que promete mucho, pero habrá que esperar al menos año y medio para verlos en el mercado.

Sin embargo, a José María no le gusta mucho hablar de la bodega, y siendo él quien mejor y con más cariño va a controlar el viñedo, ha decidido renunciar a la “tiranía” de los enólogos de encargo para hacer el vino que él quiere. Su batalla es la materia prima, pues como los buenos viticultores, es lo que le importa y donde considera que está el trabajo; “el vino se hace en la viña”, dice, y la bodega está para ayudar a que la uva se exprese de la mejor forma posible.

Realmente disfruta mostrando su trabajo al aficionado (y este aprendiendo), y no tiene nada que ocultar, solo uva, paciencia y constancia.

Del vino, también emocionante, hablaremos otro día, cuando tanto él como yo hayamos reposado. Al igual que su viticultor, es un tinto elaborado por y para la paciencia. No le gustan ni le favorecen las prisas.

Luego nos retiramos a nuestro idílico alojamiento en la Rectoral de Anllo, un remanso de paz cuyo entorno nos habría gustado disfrutar más tiempo. Un paisaje melancólico en el que parece que la vida transcurre a otro ritmo. Todo está en armonía.

Mientras tanto, José María, el vigneron rebelde, mira hacia el futuro, hacia un proyecto dirigido a aquellos que buscan algo diferente y auténtico, para personas abiertas y jóvenes de espíritu.

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