lunes, 30 de marzo de 2009

Diablo Mundo: sensaciones encontradas

Llevaba semanas intentando darme un homenaje por mi cumpleaños (y compartirlo con mi costilla, por supuesto) que, por una u otra razón había ido aplazando. Finalmente pudo tener lugar la noche de hará un par de sábados y el lugar elegido fue el restaurante Diablo Mundo, conducido por la conocida Chef Fátima Perez.



Hacía tiempo que le tenía ganas a este sitio que, sin ser en absoluto barato, se sitúa en esa franja de precios (40-50 euros) que hacen el homenaje relativamente asumible. La propuesta es unae cocina tradicional castellana que la autora trae de Valladolid (donde tiene también una casa rural) con aires renovadores. Puedes encontrar ambas cosas en su carta, desde guisotes de toda la vida hasta la última en fusión oriental.

Estéticamente el restaurante está muy bien cuidado sin caer en los excesos. Dos pisos y una curiosa iluminación mediante unas larguísimas lámparas colgantes con flecos. Las mesas están bien separadas, algo que se agradece especialmente vistas las últimas tendencias de la capital, dirigidas a que puedas escuchar, con todo lujo de detalles, la conversación de los comensales de al lado a los que no conoces de nada.


El ambiente es agradable y el trato muy correcto, aunque algo frío en relación a lo que esperaba. No quiero decir que hubiera ninguna mala cara ni nada por el estilo, pero entre lo que había oido y el halo de familiaridad del que parece revestirse el sitio (y a su página web me remito), contaba con algo más de cercanía, y no, desde luego, cierto ambiente de prisa que, sin poder atribuirse a nada en concreto, se percibía en el ambiente.

Mientras decidíamos nos pusieron sendos platitos sobre el que vertieron in situ una dosis de buen aceite de oliva virgen y unos costroncillos de pan al efecto, así como unas patatas fritas con un curioso sabor a anís.


Una vez que nos tomaron nota llegó un aperitivo cortesía de la casa, una ligerísima crema con sabor a pimentón y con piñones cuyo nombre no recuerdo pero que me traía a la memoria las gachas de mi abuela. Buena y apta para hipertensos, ya que estaba un pelín sosa.


Nos sirvieron entre tanto el cesto del pan, indicando las distintas variedades de bollitos (integral, de cebolla, de aceitunas, de nueces y pasas...) interesantes aunque con un razonable parecido a los panecillos que elabora cierta cadena de alimentos congelados que, por cierto, visito con frecuencia.


Al poco llegaron los entrantes que habíamos seleccionado, el sushi de presa ibérica. Muy original version del maki en la que el alga nori se veía sustituida por una fina lámina de fresquísima presa ibérica en crudo. El arroz estaba bien, aunque lejos de ese punto que consiguen los buenos japoneses. Lo acompañaba una especie de mayonesa fuerte que redondeaba el conjunto. Muy buen plato. Me hubiera comido otras dos.


El siguiente entrante fueron las vieiras salteadas con setas, bueno el punto de la vieira en un plato correcto, sin defectos pero sin tampoco demasiada emoción.


Las cantidades en ambos entrantes eran algo exiguas, si bien se indicaba en la carta que existía la posibilidad de pedirlas como ración (al doble de precio, claro).

Y pasamos a los principales, yo me decanté por uno de los buques insignia de la casa, manillas de lechazo churro tostadas con su salsa, puré de cominos y chips de alcachofa, deshuesadas y muy crujientes; la textura interior era muy agradable y se deshacían en la boca. Venían sobre un lecho de patatas machacadas que aligeraba la contundencia de las manitas y de la potente salsa (¿española?) que las aderezaba. Recuerdo de callos. Plato clásico en su mayor parte, aunque aligerado y posiblemente actualizado en las técnicas. Lo mejor de la noche.



Por su parte mi novia opto por las chuletillas tostadas, Tambien deshuesadas y a acompañadas de un bouquet de verduras algo insulso. La carne, producto de calidad vuelta y vuelta, sin mas.


Llegados al postre pedimos el souffle de chocolate con helado de leche. En la linea de este postre tipo coulant (bizcocho por fuera – cremoso por dentro) que, en los últimos años, se ha convertido en imprescindible en la carta de cualquier restaurante. Correcto.


En cuanto al vino, como mi novia (no sé si lo he dicho ya en alguna ocasión) es más de blancos, a priori, y partiendo de que, por las referencias del local la carta de vinos era extensa y variada, había pensado en un Riesling, que suele ir bien con todo. Ocurre que el único que había, en la carta (que resultó ser algo más reducida, quitando eso sí, Riojas y Riberas) estaba agotado, por lo que, siguiendo en Alsacia (de Alemania no había nada), nos decidimos por un Leon Beyer Sylvaner 06, variedad que hasta el momento no había probado.

Resultó ser un vino de aromas cítricos y herbáceos, algo metálico en boca y con una acidez punzante y, para mi gusto, algo excesiva. Con los entrantes fue bastante mal, pues eran sabores delicados que se veían agredidos y vapuleados por el vino. Con las manitas, sin embargo, combinaba bien, ya que limpiaba la boca de la textura grasa de la carne preparándola para otro bocado. El maridaje con el postre, como cabía esperar, horroroso, era como tomar chocolate con zumo de limón, por lo que no repetimos el intento.

Con todo el evento se saldó por unos noventa y tantos euros y algo de hambre al salir que añade un punto de insatisfacción al conjunto. No me quejo, ya que sabía a lo que iba, sin embargo, me quedo con la duda de si el restaurante, que, siendo en general correcto aunque mostrara ciertos altibajos, se sitúa en la linea de calidad que pueda permitirse dejar al comensal con algo de gusa por ese precio. Supongo que es una valoración que corresponde a cada uno.


Diablo Mundo
C/Espronceda 34
913950037
Madrid
*Por cierto, como puede comprobarse en la página web del restaurante, todas las noches de viernes y sábado se supone que celebran un sorteo (del que nada supimos pese a ser sábado y noche) de un alojamiento en la casa rural de la propietaria con menú degustación.
* *Las fotos han aparecido!

martes, 24 de marzo de 2009

Cocción al vapor en bambu con un "dandy" de Rueda

La semana pasada le dije a mi novia que me había enamorado de otra. Su cara de sorpresa e ira incipiente se transformó en media sonrisa de desdén, y en un lacónico “vete a hacer puñetas” cuando confesé que la pelandrusca era la cesta de cocción al vapor que acababa de estrenar.


Así es, en una de mis habituales visitas a las tiendas CASA, alternativa mileurista a los Viceroy & Bosch, Riedel o Beccara de turno, donde en ocasiones encuentras estupendos artículos, di con un magnífico cesto de bambú para cocer al vapor a la manera oriental al precio de 5,95 euros, difícil de mejorar salvo que nos vayamos a buscarlo a Singapur, donde posiblemente comprariamos cincuenta (de mejor calidad, eso sí) por el mismo precio. Pero como ni necesito cincuenta ni estoy dispuesto a soportar tantas horas de vuelo, me quedé con el que ofrecía CASA.


Cuando llegué a casa (la mía), y aprovechando la ausencia de mi señora, saqué el ingenio de la bolsa, nos miramos fijamente y en la clandestinidad surgió la chispa. No pude resistirlo, no cabía la espera, había que estrenarla. La despojé de su envoltorio con ansiedad, casi con lascivia; y seguidamente, cual estudiante inexperto, me sumergí en la red y en mi biblioteca para conocer sus entresijos. Averigüé lo que necesitaba, las respuestas me las dio el libro “Pescados y Mariscos” de Delphine de Montalier (el mejor, para mí, en su género, un dia lo comentaré) y me lancé en sus brazos sin dudarlo.

Poco a poco intenté que la frialdad gobernase mis actos, había que hacerlo bien, pues si fallaba no tendría otra oportunidad, no había lugar al error, pero la suerte estaba de mi lado y como prueba de ello comprobé que la cesta encajaba a la perfección, no en una, sino en dos de mis cacerolas pequeñas (en caso contrario tenia un plan B, el Wok, dado que su forma de cono invertido permite introducir el ingenio sin que llegue a tocar el fondo, y, por tanto, el agua).

Dispuse al efecto entonces unos lomos de merluza sin espinas y unas ramitas de brécol, ellos serían nuestro conejillo de indias.

Siguiendo las instrucciones del citado libro puse a hervir un agua bien perfumada, en este caso opté por corteza de limón, una hojita de laurel y unas semillas de cilantro.


Mientras tanto había que colocar hojas de verdura en sendas estancias del cesto para evitar contacto directo y las consecuentes adherencias entre el pescado y nuestra dama. Como lo único fresco que tenía eran espinacas no hubo lugar para dudas.



A continuación coloqué el pescado y el brécol, y una vez que el caldo rompió a hervir, encajé, como si de piezas de TENTE se tratase, la reconstruida cesta sobre la cacerola. Consultado el libro arriba citado, comprobé que el tiempo de cocción de estos lomos no debía ser superior a los seis minutos.


Personalmente prefiero acercarme al punto que pasarme, así que lo dejamos en cinco minutos que se me hicieron eternos. La tentación de ver qué ocurría en el interior de la hermosa cesta era insoportable, pero le hice frente y esperé a que sonara el ring de mi “manzana-temporizador”...
...Y por fin pasaron. Apagué el fuego, retiré el cazo con cuidado y dispuse la vaporera sobre un plato grande. Había llegado el momento, separé entonces la tapa de bambú y me encontré con el hermoso espectáculo del pescado cocinado, blanco, brillante y opaco. Desprendía unos aromas muy agradables y sorprendentemente delicados (nada que ver con los olores casi tóxicos que se hubieran generado al cocer merluza y brecol en agua).



Sólo quedaba emplatar y, lo más importante, probar. Lo primero, sencillo, en un plato resultón colocamos el pescado, un poco de brécol, escamitas de sal maldon sobre el conjunto y un chorrito de aceite de oliva arbequina.




Tenedor y pala en mano empezó la intervención, la primera sorpresa fue el punto a la vista, jugoso, con cuasi-lascas que se separaban a la perfección pero sin mostrar aspecto reseco, al contrario. En la boca los sabores de la merluza, lejos de verse eclipsados por los aromas del caldo, se realzaban, siendo el limon, el cilantro y el laurel un pequeño complemento que daba complejidad al conjunto. El brécol muy bueno, pocas veces había visto tal intensidad en el sabor de la verdura, y aunque se masticaba sin dificultad y con un agradable crujiente, tal vez hubiera sido mejor dejarlo un poco más de tiempo.

Como en general se trataba de una serie de sensaciones y sabores suaves y delicados, descartados los tintos, hubiera sido un error maridarlo con blancos de perfumes intensos, mucha acidez o amaderados, así que, para no arriesgar, acudí a uno de mis valores seguros: una botella de Finca La Colina Sauvignon Blanc, en este caso 2007, que las Bodegas Sanz elaboran en Rueda, para mí uno de los mejores valores de la zona con una excelente relación calidad-precio (unos 7 euros)*.



Se trata de un vino floral, con recuerdos de frutas de hueso y corteza de limón, aromas complejos de intensidad comedida, aunque muy agradables. En boca es glicérico, untuoso, con un paso muy delicado pero marcado, no pasa inadvertido y desaparece, al contrario va desplegando sensaciones. Buena aunque discreta acidez y con un postgusto medio-largo. En conjunto es amable, seductor, fresco y que invita a seguir bebiendo, vamos, un “dandy”.
Acompañó al pescado mostrando su presencia sin destacarse y realzando el sabor del plato.

Os dejo pensando nuevas posibilidades para este maravilloso ingenio oriental.




*Yo lo suelo comprar el la misma bodega a unos 7 euros. Lo he visto el alguna ocasión en el Club del Gourmet del Corte Inglés a más de 12 euros, lo que, teniendo en cuenta que el precio de distribución será menor que el de venta al público, me parece una auténtica barbaridad, independientemente de que el vino lo valga.

martes, 17 de marzo de 2009

Eirado da leña. Alta cocina en el casco antiguo de Pontevedra.

Guardaba muy buenos recuerdos de este lugar, por lo que en mi última visita a Pontevedra decidí visitarlo de nuevo y, en esta ocasión, dar fé de ello.





Se trata de un pequeño restaurante situado en pleno centro del conjunto histórico o zona vieja, y concretamente en la llamada Plaza de la Leña, en torno a la cual se alzan otros tantos restaurantes y bares de tapas con diferentes propuestas.



La del Eirado da Leña se basa en la algo manida y variopinta “cocina tradicional renovada”, donde podemos encontrar una carta y varias combinaciones de menú degustación a precios que oscilan entre los 24 y los 35 euros (IVA no incluido). La chica que dirige la sala, de una delicadeza extrema, trata al cliente como si fuera un conselleiro, eso habrá a quien le guste y a quien no, aunque la profesionalidad es indiscutible.




Pero vamos al lío, yo opté por el menú intermedio que empezaba con un snack: las pipas de girasol y de calabaza salteadas. Entrada agradable y desenfadada, aunque hubieran estado mejor un poco más tostadas. Iban acompañadas de sal Maldon. Imagino que la idea no es que te comas todas las que te ponen, pues al que se las acabe pocas ganas de continuar el menú le pueden quedar. Además, seamos sinceros, la gracia de las pipas es poder pelarlas (aunque eso está reservado para otro tipo de lugares).







Seguimos con la anchoa del cantábrico (feita na casa) sobre queso de tetilla. Producto de calidad sin camuflajes. La anchoa, de primera, en su punto justo de sal, aceite de oliva y sin una sola espina. El queso, fresco, untuoso, con esa típica acidez y con una intensidad que me hizo dudar si provenía de leche cruda; algo difícil de encontrar en el tetilla (aunque haberlo, “hailo”). La combinación era buena, pues aunque saliera ganando la anchoa, la cremosidad del queso prolongaba el bocado. Para mitigar un poco la intensidad de ambos, hábilmente se acompañaban unas finísimas rebanadas de pan tostado.



Después vino el foie (también feito na casa) con sal de cabernet, cristales de tonka, compota de mango y reducción de balsámico, todo ello con más tostaditas idénticas a las anteriores. Estupendo el foie y muy bueno el contraste con la sal de cabernet y también con la compota de mango, que daba frescura al conjunto, aunque yo hubiera preferido una fruta algo más ácida para potenciar el contraste. La sorpresa fueron los mencionados cristales de tonka. La maitre nos explicó que se trataba de una especie de alubia con un sorprendente potencial aromático que abarca un enorme abanico de matices especiados (vainilla, canela, cominos, pimienta...). Al final nos regalaron unas cuantas. Por lo visto las hervían haciendo con ellas un agua que luego cristalizaban, dando lugar al curiosísimo acompañamiento que nos presentaban con el foie, un cristal de textura similar al caramelo con todos esos aromas de especias, muy intensas. Muy buen plato.






Seguidamente llegaron las vieiras a la plancha, sofrito de verduras, aceite de frutos secos y sal de Hawai. Bocado muy correcto donde yo destacaría el punto de las vieiras que era el que a mi me gusta, marcadas sin más, conservando en el interior esa textura melosa que tan fácilmente desaparece al recocer el molusco (costumbre, por cierto, muy frecuente).




Para continuar existía la opción de carne o pescado. Yo opté por el segundo, y, concretamente por el bacalao confitado a 70 grados. Venía servido sobre un lecho de puerros (o cebollas, no lo recuerdo muy bien) también confitados y una mayonesa de ajada. Lo cierto es que me decepcionó un poco el punto del pescado, que tan bien suele manejarse en la zona (sobre todo últimamente), lo encontré algo seco y fibroso. En cuanto a los sabores nada que objetar, finísimo el puerro, que aportaba el punto dulce al salado del bacalao, y genial la mayonesa de ajada, daba al conjunto recuerdos de caldeirada aunque mucho más suave.



Luego vino el detalle elegante del queso, de As Neves, servido en cucharita con dulce de membrillo casero. No conocía este queso, aunque recordaba un poco al Cebreiro, quzás más corpulento y ácido el primero. Me gustó mucho, a ver si lo encuentro. Iba especialmente bien con el vino que luego comentaremos.







A continuación llegaron los postres, primero el ¿Irlandés? (no es un sarcasmo, aparecía entre interrogantes en el propio menú). Consistía en una copa de martini en la que encontrábamos tres capas, una de crema de whisky, otra de crema de café y otra de nata. Muy bueno aunque acertado poner poca cantidad, ya que era bastante dulce y podría hacerse empalagoso.









Por último, ya para hacer frente a la gula, pues el apetito estaba saciado de largo, nos trajeron las texturas de chocolate, formadas por un bizcocho de chocolate a medio camino entre el brownie y el suffle servido entre una salsa y un helado de chocolate blanco. Aunque a priori pudiera parecer suculento, a mí me dejó un poco frío (aunque quizás, insisto, es posible que fuera porque ya no tenía hambre) y me pareció el plato menos interesante del menú que, por lo demás, mostró estar muy bien construido y con una calidad extraordinaria.





Lo acompañamos con un Regoa 2006, mencía de la Ribeira Sacra que guardaba en la memoria a raíz de los interesantes comentarios del Viticólogo. Se mostró en dos fases, o más bien en sólo una (en la otra no), pues empezó muy cerrado y no quiso acompañarnos con los inicios del menú. Poco a poco se fue abriendo como el excelente vino que es, y haciendo gala de matices frutales que se iban haciendo cada vez más complejos por obra de una madera, a mi juicio muy bien manejada, sin excesos (¿vieja?). Creo que necesita ser decantado.





En la segunda mitad del menú se presentó con frutas negras, suaves e intensos especiados (vainilla sobre todo) y cierta mineralidad con recuerdos de mina de lápiz. Goloso lejos de empalagar y con un alcohol (14º) que, si bien al principio parecía despuntar un poco, después estaba plenamente integrado. Muy bueno, intentaré hacerme con alguna botella.


Fantástica velada que se resolvió por algo menos de 45 euros por persona incluyendo vino y café. Creo que una relación calidad-precio difícil de mejorar.








Eirado da Leña
Praza da Leña 3
36002 Pontevedra
986 86 02 25

lunes, 16 de marzo de 2009

Cocina impostora

Hay veces que no tienes tiempo, y otras que no tienes ganas. Incluso puede pasarte como a mí el pasado sábado que, tras una durísima sesión de spinning, no tenía ni una ni otra, pero sí mucha hambre, unida, por cierto, a la promesa realizada a mi otra parte contratante de tener alguna vianda preparada para cuando llegara. Supongo que son las servidumbres de odiar la plancha y usar camisa a diario (Quid pro quo Clarice- Lecter dixit).

No obstante lo anterior, detesto que la prisa o la vagancia se traduzcan en una comida aburrida o para cumplir el trámite. Es entonces cuando suelo recurrir a los estilos de Falsarius Chef y su cocina para impostores.

Lo más manido en estas ocasiones suele ser la pasta, así que con ese objetivo me aventuré en la despensa, y di con unos espaghetti integrales (Lidl sobre 1,50 Euros), también un pesto rosso (Lidl 0,99 euros) a base de tomate seco y queso pecorino de la marca baressa ya comentada en otra ocasión, así como de una lata de mejillones en escabeche Palacio de Oriente (6/8, sobre 1,80 euros), marca que ha visto tiempos mejores.

La elaboración, en fin, cualquiera se la puede imaginar. Cocer la pasta en abundante agua con sal (yo no le echo nunca aceite, pues hace que coja mucho peor las salsas) teniendo en cuenta que es integral y tarda más, unos 12 minutos.

Una vez cocida y bien escurrida depositarla en recipiente al uso y sobre ella verter el pesto. Este en concreto es potente, se imponen la intensidad del tomate seco y del queso, así como un toque picante de las especias, por lo que no es necesario utilizar demasiada, ni añadir sal. Para un paquete entero (500 gr.) es suficiente un bote. Además pasa lo mismo que con el pesto normal, una vez abierto, tienes que consumirlo en tres días.

A continuación mezclar bien con la salsa. A mi me gusta añadirle (ahora sí) un chorrito de aceite de oliva virgen extra (si es de arbequina, mejor). Servir los platos y rematar con unos mejillones colocados con cariño. Y voila!. 15 minutos, 4 euros y un pequeño placer.


Para ser fieles a la causa, lo acompañamos de un vino también algo impostor que, a pesar de su ostentosa presencia, no llegaba a los cinco euros, Chateau Val Joanis 2007 de la AOC Côtes du Luberon, zona del sureste del valle del Ródano (Lo compré en la feria internacional de El Corte Inglés). Coupage de Ugni Blanc, Grenache Blanc y Roussanne.

Lo cierto es que cuando lo abrí no me entusiasmó, cerrado, con aromas de poca intensidad bastante cítricos, y una acidez muy punzante. Lo mejor era el cuerpo, curiosamente graso. Sin embargo comentar que, tapado con Vacu-vin, resultó mejorar mucho al día siguiente, con aromas florales de mayor intensidad, frutas de hueso, menos acidez y más salinidad. Nada para tirar cohetes por su baja persistencia, aunque buena RCP y un trago agradable si tienes paciencia. Algún día hablaremos de estos vinos desconcertantes que un día son Mr Hyde y al día siguiente el Dr. Jeckyl.



Pero como no me gustó en su momento, no sabía lo que iba a ocurrir al día siguiente y no era plan de estropear la fiesta decidí abrir otra botella, un humilde pero no impostor Pazo de Mariñán Tinto 2007, de una bodega de la que ya hablé en otra ocasión. Vino joven sin madera a base de Mencía y Arauxa (tempranillo, vamos) que da lo que se espera de él, mucha fruta, notas minerales y lácticas, buena acidez (sobre todo para lo acostrumbrado en la zona) y aunque algo corto, placentero en su RCP (sobre 4 euros). Para tomarlo fresquito con este tipo de viandas.












miércoles, 11 de marzo de 2009

Taberna Quintaesencia: la constancia

Hará un par de sábados sufrí un horroroso viaje de regreso a la capital en avión, y encima por trabajo. Tengo que decir que, aunque para mí todos los desplazamientos en este medio resultan igual de terribles, este lo fue especialmente.
Llegué a Madrid prácticamente embalsamado. Es increíble lo que AENA e IBERIA pueden llegar a destruirte física y moralmente en muy pocas horas. Si el Mossad conociera sus métodos de destrucción personal posiblemente tomaría buena nota para llevar a cabo muchos interrogatorios.


Pero bueno, el caso es que ni a mi novia – saliente de su clase semanal de ballet- ni a mí, que tras la entrada a la ciudad ya no estaba embalsamado, sino directamente momificado, nos apetecía cocinar nada ni tampoco arriesgarnos a investigar algo nuevo en el campo de la restauración madrileña. Es en estos casos cuando acudo a lo que ya considero un refugio culinaro: la Taberna Quintaesencia.




No hablaré de los motivos que me llevaron allí por primera vez, pese a que fueron, cuando menos, peculiares, pero si diré que desde entonces se trata del restaurante que más frecuento de la capital (sobre todo tras mi abandono definitivo e irreversible de la cadena VIPS y sus secuaces), y posiblemente la razón principal de esta costumbre sea la regularidad en la calidad que demuestran, unida al hecho de que siempre hay alguna sorpresa positiva, y siempre a un precio adecuado, así como al excelente trato que recibes siempre.


Yo lo definiría como un pequeño restaurante (unas ocho o nueve mesas) con cocina de mercado, por ello tienen una carta reducida, con unos cuantos entrantes, donde destacaría las croquetas (sobre todo las de boletus cuando las hay) y la sartén de setas. Después hay cuatro o cinco pescados donde lo mejor es el buen manejo de los puntos de cocción (impresionantes el bacalao y la dorada que limpian en tu propia mesa), y unas carnes muy correctas, aunque para mi gusto menos interesantes. Pero la distinción suele estar fuera de carta, donde el producto ofrecido, por su calidad, elaboración o ambas suele estar especialmente bien.

La carta de vinos llama la atención por su extensión, para un local de pequeñas dimensiones, y me gusta por su rebeldía (no se preoupen los clásicos, no faltan Riojas y Riberas), aunque se echan de menos algunas zonas y, sobre todo, un catálogo de blancos y rosados algo más amplio.

La última visita fue algo comedida por el estado de salud expuesto, aunque, como siempre, el resultado no decepcionó.




Mientras nos decidíamos nos pusieron unas aceitunas aliñadas y, posteriormente, un finísimo rosbif con ensalada y mayonesa de Dijòn.





Empezamos con un carpaccio de salmón marinado con eneldo y helado de aceite de oliva para compartir. Especialmente agradable este último, que, suavemente, refrescaba la boca y acompañaba muy bien al pescado. Como los principales iban a ser condundentes no nos extendimos en los entrantes.






Yo me decanté por el Cochinillo confitado, parcialmente desgrasado, deshuesado y prensado. Por encima llevaba una costra de piel muy crujiente que contrastaba perfectamente con la textura grasa de la carne. Si bien esa suele ser la gracia del cochinillo, en este caso había mayor concentración de sabor y menos cantidad de grasa, por lo que no resultaba tan pesado. Iba acompañado de unas patatas al pegote que hacían su función sin destacar especialmente.


Mi novia, por su parte, se decidió por la lasaña de morcilla. Pese a que, como se puede imaginar, era un plato potente, estaba bastante suavizado y se dejaba comer perfectamente sin generar las consecuencias poco deseables para todo el día que son habituales en el ingrediente mencionado.



Lo acompañamos de un Olvena Chardonnay 2007, de la D.O. Somontano, correcto sin más, aunque con una peculiar acidez que combinó muy bien con la grasa del cochinillo.No llegamos al postre, aunque sí cayeron un par de cafés y un “digestivo”, ambos cortesía de la casa.

Si no recuerdo mal, la cosa quedó en unos 60 euros en total lo que teniendo en cuenta lo que hay en Madrid, sobre todo en relación calidad-precio es más que aceptable. En definitiva, se trata de un lugar en el que comer bien sin ninguna sorpresa negativa.



Taberna Quintaesencia
C/ Santa Engracia 87
Madrid

914469757

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