
Hacía tiempo que le tenía ganas a este sitio que, sin ser en absoluto barato, se sitúa en esa franja de precios (40-50 euros) que hacen el homenaje relativamente asumible. La propuesta es unae cocina tradicional castellana que la autora trae de Valladolid (donde tiene también una casa rural) con aires renovadores. Puedes encontrar ambas cosas en su carta, desde guisotes de toda la vida hasta la última en fusión oriental.
Estéticamente el restaurante está muy bien cuidado sin caer en los excesos. Dos pisos y una curiosa iluminación mediante unas larguísimas lámparas colgantes con flecos. Las mesas están bien separadas, algo que se agradece especialmente vistas las últimas tendencias de la capital, dirigidas a que puedas escuchar, con todo lujo de detalles, la conversación de los comensales de al lado a los que no conoces de nada.

El ambiente es agradable y el trato muy correcto, aunque algo frío en relación a lo que esperaba. No quiero decir que hubiera ninguna mala cara ni nada por el estilo, pero entre lo que había oido y el halo de familiaridad del que parece revestirse el sitio (y a su página web me remito), contaba con algo más de cercanía, y no, desde luego, cierto ambiente de prisa que, sin poder atribuirse a nada en concreto, se percibía en el ambiente.
Mientras decidíamos nos pusieron sendos platitos sobre el que vertieron in situ una dosis de buen aceite de oliva virgen y unos costroncillos de pan al efecto, así como unas patatas fritas con un curioso sabor a anís.
Una vez que nos tomaron nota llegó un aperitivo cortesía de la casa, una ligerísima crema con sabor a pimentón y con piñones cuyo nombre no recuerdo pero que me traía a la memoria las gachas de mi abuela. Buena y apta para hipertensos, ya que estaba un pelín sosa.
Nos sirvieron entre tanto el cesto del pan, indicando las distintas variedades de bollitos (integral, de cebolla, de aceitunas, de nueces y pasas...) interesantes aunque con un razonable parecido a los panecillos que elabora cierta cadena de alimentos congelados que, por cierto, visito con frecuencia.
Al poco llegaron los entrantes que habíamos seleccionado, el sushi de presa ibérica. Muy original version del maki en la que el alga nori se veía sustituida por una fina lámina de fresquísima presa ibérica en crudo. El arroz estaba bien, aunque lejos de ese punto que consiguen los buenos japoneses. Lo acompañaba una especie de mayonesa fuerte que redondeaba el conjunto. Muy buen plato. Me hubiera comido otras dos.
El siguiente entrante fueron las vieiras salteadas con setas, bueno el punto de la vieira en un plato correcto, sin defectos pero sin tampoco demasiada emoción.
Las cantidades en ambos entrantes eran algo exiguas, si bien se indicaba en la carta que existía la posibilidad de pedirlas como ración (al doble de precio, claro).
Y pasamos a los principales, yo me decanté por uno de los buques insignia de la casa, manillas de lechazo churro tostadas con su salsa, puré de cominos y chips de alcachofa, deshuesadas y muy crujientes; la textura interior era muy agradable y se deshacían en la boca. Venían sobre un lecho de patatas machacadas que aligeraba la contundencia de las manitas y de la potente salsa (¿española?) que las aderezaba. Recuerdo de callos. Plato clásico en su mayor parte, aunque aligerado y posiblemente actualizado en las técnicas. Lo mejor de la noche.
Por su parte mi novia opto por las chuletillas tostadas, Tambien deshuesadas y a acompañadas de un bouquet de verduras algo insulso. La carne, producto de calidad vuelta y vuelta, sin mas.
Llegados al postre pedimos el souffle de chocolate con helado de leche. En la linea de este postre tipo coulant (bizcocho por fuera – cremoso por dentro) que, en los últimos años, se ha convertido en imprescindible en la carta de cualquier restaurante. Correcto.
En cuanto al vino, como mi novia (no sé si lo he dicho ya en alguna ocasión) es más de blancos, a priori, y partiendo de que, por las referencias del local la carta de vinos era extensa y variada, había pensado en un Riesling, que suele ir bien con todo. Ocurre que el único que había, en la carta (que resultó ser algo más reducida, quitando eso sí, Riojas y Riberas) estaba agotado, por lo que, siguiendo en Alsacia (de Alemania no había nada), nos decidimos por un Leon Beyer Sylvaner 06, variedad que hasta el momento no había probado.